viernes, 10 de marzo de 2017

EL POETA VENEZOLANO ALBERTO HERNÁNDEZ RESEÑA "O LAS ESTACIONES"

1.-
Se termina en el origen porque en él, en el origen, estaba el agua, los ríos, las corrientes superficiales y subterráneas. Los ríos siempre navegan, siempre llevan a alguien que habla, dice y se desdice, que pronuncia de acuerdo con el movimiento de la corriente. Hay ríos lentos y otros procelosos. Hay ríos filosóficos y ríos cotidianos. Hay los que cargan sonidos y hasta se convierten en mar. Otros que mueren empozados en la memoria de quienes los descubren.


La poesía siempre ha sido un río. Una corriente. Un pensamiento que se mueve. Fluye. A veces no termina en el río que buscaba. Otras, se hace río y viaja con él y es muchas veces el mismo río y el mismo hombre, un poco para contradecir al viejo Heráclito.
Pero hay ríos que se mimetizan. Son bosques, animales de habla. Hojas que crean el universo. El pequeño universo de una mirada. Árboles sensibles, porque abajo, en las raíces, el río siempre conserva su misma actitud: viaja entre las rocas, guarda con su silencio la vida de arriba. Siempre emerge, así no lo busquen. Sus venas y arterias purifican o destrozan.
Los ríos son verbos incansables.
Y en esto me involucra el poeta argentino Antonio Tello con su libro “O las estaciones”, publicado por InVerso, ediciones de poesía, Barcelona, España, 2012, quien en estas páginas porfía con los ríos y sus habituales tendencias: la naturaleza como reflexión, como interior constante para hacerla voz y silencio, geografía interior, afán de mirada y pensamiento.
Si lo leo es porque los “habitantes” de este libro me han invitado. Tello sabe que ellos, sus moradores, saben distinguirse entre los tantos sujetos que lo han convocado, tanto a él como a los lectores a seguir el curso de algún río, de los que dan a la mar y de los que se quedan en el pozo de la mirada del viajero.
Él, el poeta, entra en los secretos del río, en sus instantes, en su permanencia, en la eternidad de su marca, porque aún seco, el río está allí. Pero en este caso, el río lleva corriente, se mueve, se desplaza, como la vida y la muerte, como la eternidad.
Pero igual trata otros cursos, otros tránsitos, otros temas.
2.-
Aquí está el poema que inicia el río, que lo hace vértebras de un cuerpo poético, de una iniciación, de un propósito ineludible: agua, árboles, fluir. No se puede vadear un río, mucho menos un poema. En todo caso, se cruza o se observa para admirarlo. O pensarlo:
“No es el murmullo del agua/ lo que oímos a orillas del río. // No es el susurro del aire, / ni el rumor de los sauces.// No son las voces del bosque, / lo que oímos a la orilla del río. // No es el canto del grillo, / ni el paso de las estaciones.// Es desespero de ramas verdes/ adioses en pos de la corriente.// El río es silencio que fluye. Lo/ que oímos no es el rumor del agua”.
Y así como las aguas “corren serenas”, hay otras que desvanecen paisajes. Los ocultan, los barren. Pero para eso está quien los habla, quien los nombra. Un sujeto que elabora sonidos, los masculla con el propósito de fundar el mundo desde quien verdaderamente ha vivido esa creación:


“El poeta observa donde escribió
el nombre. Nada había antes ahí. El
árbol es testigo. Su memoria
es anterior a la semilla”.


Una poética que resume cualquier intento de desdecir la imagen: la semilla es la metáfora de lo que se mueve, de lo que se moverá.
Un árbol, hijo dela semilla, será el único personaje de una historia que conserva el mismo carácter: un árbol tiene su sitio, lo conserva, lo anima, lo nombra cada que se mueve, cada vez que florea o carga sus frutos. Y cada vez que deja caer las semillas, se hace muchos árboles.


Y,


“Aunque el árbol envejezca, no/ se altera la eternidad del bosque. / Las hojas que retoñan, verdean y/ caen, viven. Humus y ceniza/ abonan la memoria bajo la/ nieve. Marcas de la madera. El/ bosque. Solsticio del presente. Las estaciones”.


Entonces aparece el gran tema: los cambios, la transmutación. Las vueltas que inventan el clima y sus tantos complejos naturales. El poema está sujeto a ellas, a las estaciones. Es también una estación: un cambio permanente. Un ser vivo. Orgánico. Poema que no cambie con cada lectura, muere, como las hojas invadidas de musgo, de bacterias. Un poema es un árbol, podría serlo si quien lo cultiva lo somete a cambios de lectura. Así se lee el río, los árboles, las hojarasca y hasta al mismo poeta. Un poeta es leído desde él mismo. Se le ve a los ojos cerrados y algo emerge de su ceguera. O de su clarividencia.
3.-
La belleza puede ser concebida como una aliada para prestigiar búsquedas. Así como puede ser también peligrosa, si riesgo consiste en hacerla visible. Un poeta vive en permanente riesgo. Si logra esa belleza se torna sospechoso. Es decir, hacer belleza es el acto más subversivo del ser humano, porque hacer lo contrario es lo normal. Lo natural. Disparara para matar un venado y luego consumirlo no entraña ninguna belleza. El oficio de sobrevivir es una necesidad. No belleza. De allí que con Antonio Tello la belleza encarna en lo más natural. Y lo es tanto que asombra.


Veamos:


“Cuando las hojas caen de las ramas, / el árbol no olvida que fueron suyas.// El árbol crece. Pierde sus hojas y crece. Hasta que los círculos de la memoria alcanzan el límite. Crece. ¿Y el bosque?//
¡Ah, el bosque!”.


Y queda la pregunta en medio de una respuesta que no necesita pronunciarse. El bosque está allí, hecho árboles. Hay bosques imaginarios, sin árboles. Un bosque es un inventario de habitantes. De suministros del agua, del aire, de los elementos. Un poema es un bosque: también tiene habitantes que se aproximan, cuerpo a cuerpo.
Aparece el ser, el humano ser en medio de las hojas:
“El abrazo es el escudo de los amantes”
El lector se pregunta: ¿qué hacen esos amantes en un bosque? Podría parecer contraproducente. ¿Quién los invitó? ¿Quién los trajo? Pues, la libertad del poema. El bosque mismo como poema o como tiempo, como un momento, como la cortedad de la respiración. Y entonces:
“¡Qué breve es la felicidad del colibrí!”


Así, amantes y colibrí en medio de un bosque son tan temporales que el mismo bosque los extrañaría. Es tan corta su felicidad como larga es la vida del bosque.
Árboles, aves, escrituras del aire, signos y símbolos, miradas, el vuelo repetido de algún celaje. Y el río, de nuevo:


“Otra vez lo veo. Las hojas secas yéndose una/ a una con el río. A la intemperie, los árboles// Veo las voces abandonadas a orillas del bosque (…) Hasta que la mirada caiga en el río y con ella/ se ahoguen la visión del bosque y el gozo de los ríos”.


4.-
Pero el árbol persiste, perdura. Lleva su tiempo en la corteza. El poeta lleva su tiempo en el tono. No obstante, hay “arboles” que migran obligados, hechos madera u olvido. ¿Quién puede dejar ir un árbol o borrarlo de la memoria si fue tiempo en la mirada, en la infancia o en la vejez de quien no ha muerto? Un árbol, un sujeto revestido de ramas. Un extraño. Un extranjero, una presencia extraña:


“El árbol desterrado es siempre exótico”, dice quien no lo olvida.


Y al cuido de su sombra, los amantes: no puede evadir el hombre, el ser humano, el calor de la carne del otro. Los que se tocan también son parte del bosque y terminan en un río. O envueltos por el clima. Absorbidos por sus horas. O por las estaciones. Tocados por ellos mismos: “El tiempo de los amantes en la caricia”.
¿Qué poema no insiste? ¿Qué arbitrariedad sonora no se hace visible en el instante en que los cuerpos se rozan.
Por el eso: “El árbol nace para la brisa (…) y el alborozo de las hojas / conoce la lengua del viento (…) El viento carece de la paciencia del árbol”.


El ojo de quien habla aspira a ser parte del bosque anochecido. El misterio. El último camino. El cierre: el poema ha cumplido su misión.
“¿Es la lengua de los muertos/ la que siempre hablan las sombras? (…) Las sombras no cierran los párpados (…) ¿Es así como acaban las estaciones?”


Las preguntas podrían ser motivo para otros versos, para otro viaje a ese río indetenible, a ese bosque que comienza a mostrar los primeros árboles.
Vuelta al origen.