miércoles, 25 de marzo de 2015

VIENTO EXTRANJERO, Rafael Felipe Oteriño

Viento extranjero (Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014), de Rafael Felipe Oteriño es un poemario que, como el viento que anuncia su título, arrastra al lector a regiones poéticas de donde sale fortalecido por un conocimiento antiguo y al mismo tiempo nuevo del mundo y de lo que en él, transido por el tiempo, sucede.



Cuando hablamos de los registros de la poesía no hacemos referencias al estilo ni a los tonos, ni siquiera a los recursos retóricos de los que se vale el poeta para desarrollar su poema, sino al viaje hacia el abismo que él emprende. Los registros son como la visión de los estratos geológicos en las paredes de los acantilados o de los abismos que el poeta descubre en ese ahondarse en la realidad que hace y consiste al ser humano y su naturaleza. El registro de Rafael Felipe Oteriño es una de las dimensiones del tiempo en el que el mundo se sucede como una ilusión humana más allá de la cual nada existe,
¿Quién me despertará si no este río? reza el primer verso del primer poema del libro -primer es una mera convención porque, y a pesar de los títulos, estamos siempre ante un solo poema con distintos instantes e instantáneas del descenso del poeta- situando al poema y su lectura en la estela metafórica del río heraclitiano. Esa corriente que atraviesa la memoria hasta la orilla sin fondo del horizonte en un desesperado y frustrado intento de establecer un orden que haga más comprensible la realidad. El viento de la avenida me ha llevado adonde quiero ir, / pero no llego, no puedo llegar a esa ciudad que sólo vive en mí, /derrotando al tiempo todas las horas [Ciudad natal].
Rafael Felipe Oteriño
Es así cómo la vida se revela como un vaivén interminable a capricho de ese viento insuficiente para empujar al individuo hasta el lugar que un día dejó o la invisible mano que empuja las hamacas y que le enseña que en el vaivén reside el secreto de esa ilusión que es el vivir. 
Entonces el poeta que se ahonda aprende que no le cabe la pregunta sobre lo inefable, al que intuye en el suceder cotidiano [Lo inefable vierte vino en las jarras, da color a las vocales / pronuncia voces detrás de un muro / cuyo guardián es invisible], sino por el camino y por ese paraíso, que no es sino instantes del gozo, ese breve suceder detenido en el que cada fragmento de lo vivido y del mundo coinciden [las sombras con el árbol, el árbol con el camino, /el río de Heráclito con el río a secas.]. Porque el paraíso es la bullente violencia de la vida y la naturaleza.
La pregunta por el camino no es la única, porque aún falta saber quiénes somos si la memoria es la columna vertebral que nos sostiene en el aire [La identidad es una isla que viaja [...] la memoria es otro pasajero que ha perdido el vuelo], en la eternidad suspendida fuera del ser que avanza, no empujado hacia donde quiere ir, sino hacia un fondo donde no está el alma.

Pero el tiempo es silencio que se retroalimenta y las preguntas que se originan quedan sin respuesta. Apenas la migaja de una palabra final que el temor al misterio del existir aconseja no pronunciar. Me confiaste una palabra que no olvidaré / -profética como son las palabras finales- / pero no voy a repetirla, /porque no todo puede ser pronunciado / ni es bueno oírlo todo. No, no es bueno oírlo todo, porque quizás el lenguaje, el lenguaje humano carece de jurisdicción sobre lo inefable....cómo pronunciar lo indecible / si no es con las palabras familiares de lo decible? Palabras que no son las cosas, sino memoria de ellas, es decir tiempo coagulado en algún predio del ser.

Es así como Rafael Felipe Oteriño establece en su arrebatador Viento extranjero la naturaleza del estrato ontológico donde se manifiesta el tiempo encarnado, el ser, más allá del cual se extiende la eternidad, el vasto territorio donde se escucha más fuerte la voz del abismo. La voz del origen de la que surge  el mundo, esa ilusión que acaso le basta el trino de los pájaros para hacerse manifiesta.

viernes, 13 de febrero de 2015

EL CUADERNO DE LA CENIZA, Juan Ignacio González

















El cuaderno de la ceniza (Cuadernos Heracles y nosotros, nº 10, Gijón, 2013 - edición numerada y firmada por el autor), de Juan Ignacio González es un opúsculo de alta densidad poética, que se adentra en esa llama que consume la vida.

Juan Ignacio Nacho González se vale de un poema de Yorgos Seferis para advertir al lector que los poemas que siguen tratan de la inevitable derrota del ser humano [Venceréis cuando estéis sometidos...], pero a pesar de la pérdida la vida continúa [Hallamos la ceniza, / nos falta encontrar de nuevo neustra vida, / ahora, que no tenemos nada].
A partir de este momento, el poeta asturiano empieza su propia rebelión contra esa engañosa victoria que supone el vivir - Yo no me reconozco en la victoria, / los rostros del dolor / son el paisaje de esta vieja casa- y a fijar los mojones del vasto campo de batalla donde se dirime la suerte del individuo. Ese hombre frágil en el que se reconoce como el guerrero que fui, / y todo verso escrito desde entonces / es un si claudicante, que lucha, trabaja y se enfrenta para ser memoria viva, porque frontera está cerca del olvido / para el que no regresa triunfante.
Dentro de ese cuadro, su lucha encuentra en la poesía, en la escritura -la palabra- de la misma la justificación existencial y al mismo tiempo el recurso primordial del recuerdo que lo enraíza o lo enraizará en el mundo; en la casa, en el hogar que habita pues él es todo el universo.
La principal virtud de Juan Ignacio González para elevar al cielo esta "contraoración" que es El cuaderno de la ceniza acaso sea su escritura desnuda de toda retórica, su radical alejamiento del vocablo pretencioso [¿Para qué fue necesaria la palabra / si en el origen de todo estabas tú?]. Este posicionamiento estético hace que el poema sea coherente con su idea de la poesía, que viene de la memoria y el olvido. Es decir, de esa vulnerabilidad existencial que constituye la vida humana y de la inaccesibilidad al conocimiento sobre el origen y el destino final. Dos extremos fronterizos que delimitan el último territorio, dentro del cual se oye sobre la insistente ceniza la cíclica y nada inocente canción que fertiliza la tierra con la carne y los huesos humanos, pues los hombres sólo somos la lluvia que hemos dejado en otros...

viernes, 6 de febrero de 2015

GLÓBULOS VERSOS, Raúl Ariza

 Ariza durante la presentación de Elefantiasis en Barcelona
   Glóbulos versos (talentura libros, 2014), de Raúl Ariza no es un mero libro de microrrelatos sino una narrativa dialógica entre el cuento y la poesía que supone una propuesta arriesgada por superar las fronteras genéricas tanto como evidenciar los vínculos entre una y otra forma literaria.

Raúl Ariza es un joven escritor que, progresivamente, va encontrando la madurez narrativa y expresa una notable evolución que se detecta a través de la fluidez y de los recursos estilísticos, independientemente de su constante abordaje de los mismos temas. Temas que, como la mayoría de los narradores de estos tiempos, se centran en la descripción de la realidad cotidiana y en personajes generalmente tocados por el fracaso social y, por ende, del personal.
En esta tesitura, la muerte buscada y violenta, las más de las veces aparece como la única salida posible a esa frustración que penetra hasta las últimas entretelas afectivas y emocionales. Porque, lo que Ariza nos cuenta es la incapacidad de unos personajes, demasiado conocidos y corrientes, para afrontar la vida por su misma falta de coraje o por no haber detectado - o sabido detectar- a tiempo los errores de conducta que los conducen al fracaso. Así, el desamor y la desesperada e inútil lucha por la felicidad y el bienestar centran los instantes culminantes de esas vidas condenadas a perderse en la nada social.
Los cuentos [términos como "minicuentos", "microrrelatos", etc., me resultan algo chocantes por no decir, tal vez equivocadamente, supérfluos) de Raúl Ariza constituyen en su conjunto un tenue fresco emocional de una sociedad casi paralizada por la incapacidad de los individuos para comunicarse con naturalidad. No hay aquí obstáculos tecnológicos que impidan las relaciones sino la simple y llana incapacidad de seres alienados por la naturaleza de un sistema inhumano. Los poemas que se incluyen en cada uno de esos cuadros operan como objetos especulares que a veces complementan y amplían el sentido del relato y otras, pocas, aclaran dicho sentido, como si el autor desconfiara del alcance expresivo de su escritura. En este punto cabe recordar que un poema como un cuento son flechas lanzadas hacia un blanco donde su impacto ha de ser siempre preciso. El grado de precisión que requieren constituye una alta exigencia en el tratamiento del lenguaje y de la narración, que se traduce en la tensión. Esta tensión, cuando Ariza la consigue, valiéndose de su paciencia y de su talento, da lugar a excelentes piezas como son Olor a sal, Poesía a oscuras, Tarde de marzo y, sobre todo por su carga de misterio, La vieja casa del pueblo - sin duda la mejor del Glóbulos versos- que hacen que el lector se pregunte qué nos hubiese contado en muchos otros relatos si Ariza se hubiera lanzado sin miedo a las honduras de "la noche oscura del alma" atravesando el tejido anécdotico que los fija en la inmediatez de lo evidente antes de que sus protagonistas decidieran tirarse al vacío o acabar con sus vidas de otro modo.

jueves, 5 de febrero de 2015

LECCIONES DE TIEMPO, Antonio Tello


Fragmento del prólogo escrito por Juan Ariño a Lecciones de tiempo (Libros del innombrable, Zaragoza, 2015), de Antonio Tello. El dibujo de portada del autor ha sido realizado por la pintora argentina Erica Selinger.

 Hay (en Lecciones de tiempo) algo metafísico y religioso en su profundidad verbal, en sus palabras clave, aunque siempre desde la carne. También un ritmo poético personal, incluso cuando se atreve con formas más clásicas en otros de sus libros, inconfundible a estas alturas que llevo cuatro poemarios suyos leídos hasta recuperar el gusto por la poesía tras varios años alejado de los poetas. Me viene a la cabeza Gonzalo Rojas. Gonzalo Rojas y él son mucho para la poesía. Antonio Tello logra alumbrar espacios universales, los trae al presente con esa belleza, y eso que parece que su esencia estuviera hecha de una mirada en apariencia concreta pero capaz de nombrar en esa reducción a cierta totalidad; casi una tarea de poeta-filósofo, donde la poesía surge porque las palabras escritas no pueden ser juntadas de otro modo sin perder una parte de su verdad, sin renunciar a la belleza, sin que sobre un sólo verso, sin que uno sienta que no hay un solo poema que no está donde debe estar.                  
             Sucede en Lecciones de tiempo, pero también en Nadadores de altura, o en  O las estaciones, Sílabas de arena y  en Conjeturas acerca del tiempo, el amor y otras apariencias.    No sé donde rastrear el hilo del que tira esta poesía que, sin embargo, me es tan familiar, tan necesaria y sabia. Y en ningún momento uno tiene la sensación de que nos guíe o nos aconseje. Su sabiduría es literaria, ese lugar tan a menudo inconsciente al que nos llevan las palabras después de años trasegando con ellas.
             Durante mucho tiempo, estar en contacto con la literatura de Antonio Tello ha tenido consecuencias inmediatas. Adentrarme en un mundo poético singular y hermoso, y al tiempo reconocer mis limitaciones como poeta ante la magnitud y la extraordinaria claridad literaria y humana de un autor perdurable, disidente perpetuo  y lúcido, que no podemos perdernos; la sensación de descubrir a un poeta esencial, único, de una sabiduría y un lenguaje deslumbrante, ser contemporáneo de un fenómeno así, comprender la diferencia entre la buena poesía y la poesía extraordinaria, saber que existe un hombre vivo, generoso y humano a pocos kilómetros de mi ciudad, capaz de fascinarme. Una fascinación que sólo suelen provocar los grandes poetas que admiro, en cada verso, en cada palabra, hasta el punto de no poder objetar nada ni  siquiera al orden de los libros, a ninguna expresión o vocablo que no me pertenezca o no me corresponda, porque en verdad, a lo largo de Lecciones de tiempo tuve constantemente la sensación, tanto en la primera lectura como en las relecturas posteriores, de que el asunto de cada uno de los poemas no podía expresarse de otra manera sin perder su verdad. Y además, cada uno de esos poemas, encierra algo esencial, común a cualquier hombre.

viernes, 23 de enero de 2015

EL MEZQUINO TRAZO DEL ACTO, Orlando Valdez

La lectura de el mezquino trazo del acto (Laborde Editor, Rosario, 2013, 2ª edic.), del poeta Orlando Valdez, supone participar de una experiencia de vida, de vida poetizada y atravesada por un presente que se niega a reconocerse en otro instante que no sea en el tiempo del verbo. Más allá de sus recursos formales este es un libro donde la mezquindad a la que alude el título metaforiza la imposibilidad de la acción humana para alcanzar la plenitud existencial.

Orlando Valdez


Es cierto, como dice Lisandro González en el prólogo, que la poesía ha de pensarse como ritmo y respiración. En este sentido, el ritmo y la respiración actúan como soportes de una construcción poética que tiende a cobijar en su espacio las vivencias más íntimas del poeta y su mirada sobre las cosas y actividades del mundo. 
El amor, la soledad, aparecen como entidades encarnadas y vulnerables a la fugacidad del tiempo, que el poeta trata de detener mediante una dislocación de los tiempos verbales y un eficaz impresionismo sintáctico [con brillo / de gota / de rocío / reverbera / aquí / al lado / una de las lunas / el enigma / de la espuma / / que tenaz / hubiera de morir / en / la sombra de tus ojos / cuando abrasa / la terribilidad / y tirita / la musitación.] Aquí, el uso del antiguo sustantivo terribilidad impregna el poema, evocándolas, de aquellas sombras de lo inefable que dieron carácter al tenebrismo plástico, en especial de Caravaggio. Esto es, eso terrible y sagrado que conlleva la vida humana y que, en la poesía de Valdez, se traduce en una religiosidad laica. [como plegaria de muchedumbre / se hunde / con el filo de cuchillo / donde nadie salva a nadie / ni nada / la sangre de la ofrenda / de / rostros que miran llegar / en lentitud de noche otro / que no viene del polvo / sin luna ni ocaso / con metal en los ojos / como si algún dios creara / en él o viceversa huracanes // como chispas taciturnos / guerreros de la oscuridad.]
En este contexto gestual, el panteísmo que trasunta la poesía de Orlando Valdez no es romántico, no es panteísmo del yo atribulado del poeta, sino expresión de una realidad contaminada de dioses dudosos, de los que el poeta se aleja por afasia, y ángeles profanos -máscaras / a mi lado / como añicos de noches / salen del silencio- donde los elementos naturales son reflejos casi inertes de la condición humana, de sus sentimientos y de sus gestos [transfigurada / en el agua / la piedra / es un mil / cuando / sola / en igual lugar / esa mujer / arroja / su belleza / y su espejito.]
Poetizar del modo como lo hace Orlando Valdez es situarse en un lugar extramuros del convencionalismo, tanto para el poeta como para sus lectores, pues el resultado no hace concesiones al facilismo ni al costumbrismo urbano que han sancionado un decir poético rutinario y que seguramente le darían "prestigio" popular. La poesía de Orlando Valdez no es poesía popular. Es poesía.

viernes, 2 de enero de 2015

GÓNDOLA, Andrea Ocampo

Andrea Ocampo
Góndola (El ombú bonsai, Rosario, 2011), de Andrea Ocampo trata de la vida expuesta como mercancía para alimento de una sociedad antropófaga. Un tratamiento que la poeta aborda sin concesiones al dogmatismo realista y dialógico que ha dominado el quehacer poético porteño y su ámbito de influencia.



Una de las virtudes que Andrea Ocampo destila en este poemario, preciosamente editado en un mini libro por la editorial rosarina El ombú bonsai, es la honestidad. La poeta no pretende impresionar "poéticamente" sino que poetiza a partir de la cotidianeidad para adentrarse en el laberinto de una realidad que compromete la vida y el alma de los individuos. Ya desde su primer poema -Para todo lo demás- empieza confesando su incomprensión de una modernidad que ha alterado ese lenguaje que le era tan comprensible durante su niñez [No entiendo esa propaganda. / Las otras sí. Las de antes. / Nos divertimos / de sobremesa comentando propagandas viejas. / La emoción frágil de  /tararear jingles.]- y ante esa realidad concibe la idea de situarse en la cima de ese escaparate de productos de supermercado -la góndola, como le llaman en Argentina- para asir de algún modo parte de ese devenir que se escurre entre los dedos mientras atraviesa el desfiladero de las sirenas. Situarse allí arriba equivale a atarse como Odiseo al mástil de la nave para resistir el canto de las sirenas e interpretar el lenguaje de los dioses, los códigos del poder que, como la Gorgona, cosifica a los individuos [La solución quizás sea sentarse / en lo alto de la góndola / y esperar. Pasarán / los cadáveres de nuestros enemigos / empujando sus changuitos / por el pasillo de sopas y conservas [...] Derivo el billete / a la moneda, al papel, al plástico. / La metonimia perfecta: / una foto, tu firma y / cuántos meses / para que el miedo pierda interés...]
Desde esa góndola varada en la materialidad pueden avistarse los individuos atrapados en la masa oscura de la alienación que, sin embargo, sienten el pálpito de la vida [Cada mañana mi vecina abraza / la prenda seca que antes lavó...]; lo sienten con sus sentidos embotados por los signos de la inhumanidad [Las vidrieras / nos acechan con angelitos / y peluches de corazón. / Y tu corazón te habla en láser, lee la lucecita / tus instintos más secretos, / los antiguos / que pensaste abandonados...], que los devuelven a la edad primaria de la compulsión. A esa edad de ruido e imagen sin elaborar que domina los gestos [Es es siglo de los ojos] y hace de cada sueño un videoclip y de cada territorio un vasto campo de alimentos congelados.
Nada escapa a la visión desolada de Andrea Ocampo, ni siquiera los libros, [Los libros, fundadores del caos, / no escaparon al discreto / orden de la góndola...]  que desplazados de su hábitat natural buscan refugio entre los quesos, las yerbas, los flanes y arvejas y, convertidos en eslóganes de la felicidad de doscientas sesenta páginas ofrecen la realidad producida desde el poder. El libro, escribe Andrea Ocampo, es el eslabón perdido entre el banquete y la basura. Un producto con fecha de caducidad de la que informa un código de barras, que también contiene la esencialidad holográfica que lo consiste. Una esencialidad que pone en tela de juicio la conciencia y encapsula la memoria y el alma en un álbum fotográfico, que es la última ilusión de un tiempo reversible. El último refugio contra el inevitable olvido. 
Mas, contra esa realidad caníbal construida por el poder existe una posibilidad de supervivencia, a la que se aferra Andrea Ocampo. Una posibilidad que elige para no convertirse en un último vestigio de humanidad. El fuego, la poeta lo elige porque no hay dolor en el fuego, porque no hay dolor convirtiéndose en ceniza y porque el viento / no distingue una ceniza de otra. Una elección que  reivindica la vida como si ésta fuese una piedra maravillosa y rara / sin fecha ni origen más allá de mi mano. / Una piedra cuyo corazón desconozco / y guardo / cuidando que no se rompa.