lunes, 22 de diciembre de 2014

LA DOBLE SOMBRA. POESÍA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA. Antonio Tello y José Di Marco

Vaso Roto Ediciones publica en México y España La doble sombra. Poesía argentina contemporánea, una selección de los treinta más relevantes poetas argentinos vivos que incluye a creadores del interior del país y han realizado toda o gran parte de su obra en el extranjero. Desde este punto de partida los autores de la compilación -Antonio Tello y José Di Marco- pretenden ofrecer una nueva y más fidedigna percepción de la poesía del país. 



PRÓLOGO DE "LA DOBLE SOMBRA"
                                                           ¿Será esta la raíz de su doble sombra?
                                                               (Antonio Tello, O las estaciones)

I.
Esta compilación se presenta como un mapa de la poesía contemporánea argentina. En tanto que mapa, consiste en una representación, sinóptica y selectiva, de un territorio amplio, diverso y compuesto conformado por un complejo de escrituras poéticas producidas, dentro y fuera del territorio nacional, y casi sin interrupciones, desde comienzos de los años sesenta del siglo pasado hasta el presente. Los autores que seleccionamos viven, están activos y poseen una obra consumada en la mayoría de los casos. Muchos de ellos ya han agrupado sus poemas en “antologías personales” y “obras reunidas” que documentan una trayectoria extensa y fecunda a la vez que exhiben los distintos tramos de un recorrido estético con sus continuidades y variantes, tanto estilísticas como temáticas.
Llevar a cabo una compilación equivale a construir un corpus de textos que consiste en extraer de una “base empírica” cuantiosa, conformada por una multitud de libros, una muestra que resulte adecuadamente representativa sobre la base de un criterio de selección ineludiblemente restrictivo. Todo corpus, incluso el más flexible y pluralista, está “producido” por la intervención de quien lo delimita y ordena. Como deriva del ejercicio de una perspectiva de lectura, si se lo confronta con la profusión del material a escoger, suele devenir escaso y parcial.  De allí que un corpus se constituya, con independencia de las intenciones que lo gestaron, en un dispositivo de exclusión. Se vuelve, podría decirse, un “cuerpo del delito” ya que no puede evitar los reclamos y las discrepancias que le señalen omisiones, evasivas y descuidos. Gritos o susurros que le endilgan la responsabilidad de haber cometido un crimen, por lo menos simbólico.
Desde tradiciones culturales y matrices teóricas diferentes y sosteniendo posiciones ideológicas dispares, historiadores y críticos subrayan  el carácter plural, diverso y multiforme del arte contemporáneo. Coinciden al reconocer que no hay una orientación estilística única y homogénea sino más bien una coexistencia (no necesariamente pasiva) de poéticas heterogéneas más bien inconmensurables.
De acuerdo con las ideas del filósofo A. Danto, decimos que la era de los manifiestos y el predominio de las narrativas maestras han concluido y que una simultaneidad de formatos, materiales y técnicas de composición caracteriza la situación actual del arte. Extenuadas las tareas vanguardistas de transformación absoluta de las estructuras sociales y de las subjetividades, que el proyecto político-cultural de la modernidad le impuso como un destino inexcusable, el arte ha entrado –según Danto-  en un período posthistórico. Librado de las obligaciones utopistas y redentoras que lo constriñeron al solipsismo de una autonomía obstinada y estéril, goza hoy de una libertad y de un campo posibilidades del que nunca antes dispuso en la historia de la humanidad[1].
Las ideas de Danto referidas al arte contemporáneo nos proporcionan una descripción globalmente oportuna para dar cuenta del corpus de poemas que propone La doble sombra. Si se las piensa (y transpone) en términos de un intercambio lingüístico y discursivo, nos permiten ver que la poesía argentina (la producida en el destierro y la escrita en el país) constituye una conversación en decurso –simétrica, numerosa y abierta- de la que participan voces versátiles y divergentes. Lo propio de esta conversación multifacética, una suerte de asamblea anárquica y bulliciosa, descentrada y plural, reside en la tolerancia e inclusión que admite y acoge la coexistencia de posturas artísticas y concepciones de poesía disímiles, e incluso incompatibles. En su discurrir simultáneo, muestran que la poesía argentina contemporánea es una suerte de lengua franca, coral y heteróclita, y no un discurso monocorde cuya razón de ser descansaría en una identidad fija y eximida de las contingencias inherentes a las metamorfosis de la historia, a las contradicciones del contexto social, a los discordantes anclajes territoriales y a las diferencias estéticas que atraviesan y tensionan el campo poético.
Se trata, por el contrario, de una identidad híbrida y dinámica que los mismos textos poéticos producen, ya que no son un reflejo pasivo de condicionamientos y determinaciones externos sino potencias discursivas y artísticas que instauran y prolongan, mediante ensambles formales y constelaciones de sentido renovados, una profusión de mundos que promueven perspectivas y criterios que resignifican las cosas y modulan las relaciones que establecemos con ellas.
Un desafío que deriva del polimorfismo y la dicción plurívoca de la poesía argentina contemporánea se vincula con el valor y la norma. A falta de una normatividad rígida (derivada de la coexistencia de normas estéticas dispares), la valoración se vuelve vacilante. La lectura que se requiere y suscita no tiende a un juicio categórico sino, más bien, al aplazamiento indefinido de conclusiones taxativas, a la suspensión de un dictamen concluyente: como si la crítica consistiera en una etnografía de lo disímil e impar. En consonancia con lo mencionado, La doble sombra pretende ser un catálogo provisorio de poéticas, desplazadas e ignotas, y a la vez un reconocimiento de lo que abunda, vario y desigual.
 Así, procura brindar a los lectores una muestra de la multiplicidad de voces y cosmovisiones de la poesía argentina contemporánea que otras series de corpus han omitido, y no necesariamente adrede. Sin embargo, más que enmendar equívocos, falencias y descuidos previos se trata, más bien, de ensayar una cartografía alterna y esbozar una hoja de ruta provisoria y perfectible, tomando distancia de los dos criterios que predominan en el proceder de la crítica nacional; un par de pautas en apariencia antagónicas pero paradojalmente complementarias.
Hablamos, por un lado, del precepto que sutura y reduce la serie literaria a la política y lee el devenir de la poesía en tanto que un reflejo ideológico, determinado por una “base” material que lo prefigura y dirige; la poesía como síntoma de una situación sociocultural que la explica y justifica en última instancia. Si este mandato teleológico despierta nuestra suspicacia, semejante recelo nos causa la tentativa (la tentación) de estimar el despliegue de la producción poética como la manifestación de insularidades creativas; la poesía como la ocurrencia inesperada y soberana, casi mágica, de individualidades  ajenas a las coordenadas de la época.
Compilar, construir un corpus, hacer una colección implica el bosquejo de horizontes interpretativos y el trazado de líneas de comprensión que, sin desconocer la irreductible singularidad de cada una de ellas, permitan el acercamiento y la conexión entre escrituras que participan, aunque espacialmente distanciadas, de una misma sincronía. Y comporta, asimismo, el reto de sopesar los vínculos entre estética y política al margen de mecanicismos y recorridos unidireccionales.
En 1986, Ricardo Ibarlucía escribió: “A principios de los años setenta, en el vacío producido por el agotamiento del modelo precedente, empezó a configurarse una generación de nuevos creadores que fueron asumiendo una postura crítica frente al discurso poético. A partir de un tímido cuestionamiento del sesentismo, estos poetas parecían estar preocupados por restituir a la palabra su autonomía estética separada de la cognición rutinaria y la acción cotidiana. El estallido del golpe militar de 1976, que partió en dos la década, puso de manifiesto la acentuación de esta tendencia crítica, al mismo tiempo que provocó la diversificación del espectro poético en un amplio abanico de propuestas, directa o indirectamente vinculadas a la experiencia del exilio o la permanencia en el país.[2]
Intentamos con La doble sombra ofrecer un testimonio, acotado por cierto, de la diversificación de propuestas poéticas que, surgidas en la Argentina de los años setenta, no sólo sobrevivieron al exterminio dictatorial y al desarraigo de sus autores sino que, además y sobre todo, se consolidaron y enriquecieron a lo largo de más de cuatro décadas, ya sea en los lindes del territorio nacional como en el difuso paraje de la diáspora.
La poesía exílica no se limita al ejercicio de la memoria con el propósito de documentar las atrocidades del genocidio o preservar del olvido el humanismo ínsito en el ideario de la revolución. Los autores que escriben del lado de allá de la patria, no se circunscriben a la denuncia o la queja; exploran posibilidades formales que aproximan sus poesías, por ejemplo, a la tradición orientalista y a un misticismo cristiano o jasídico, un itinerario que abrevia las formas y colma las texturas de llamativos silencios.
De los que escriben de este lado de la sombra están los que permanecieron en provincia y los arraigadamente rioplatenses. Y si el provincialismo de parte de unos rehúye los rótulos perezosos de “costumbrista” y “rural”, el presunto centralismo de los otros escapa también de las etiquetas que lo signan como “urbano” y “cosmopolita”. Nacidas del impacto, la apropiación y el uso renovador de la ruptura y el experimentalismo vanguardista, sus propuestas poéticas podrían describirse adecuadamente con el término “posclásico” acuñado por Javier Adúriz[3]. La voluntad y la energía de lo clásico que las sostiene las salva tanto de la pesadez de lo antiguo como de la ligereza de las modas. Gracias a ellas, no son manifestaciones epigonales de las directrices que prevalecieron confrontando en los años ochenta del siglo pasado: el objetivismo y el neobarroco. Un aliento de exploración constante las protege de los legados dogmáticos y les otorga validez y vigencia.  
En este amplísimo arco de variantes estéticas la poesía argentina contemporánea despliega su identidad móvil y fractal. Con respecto a lo contemporáneo, G. Agamben ha señalado, basándose en Nietzsche, su carácter intempestivo y la desconexión respecto del presente. Dice: “La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente, por ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella”[4].
De esas miradas que se aproximan y distancian de la época, que observan al sesgo la actualidad y la registran con lucidez, se ocupa La doble sombra.

II
Desde sus tiempos fundacionales, la literatura argentina fue prefigurada por la hegemonía metropolitana heredada de las estructuras de dominio territorial de la Colonia. Así, si bien el país se organizó sobre la base de un sistema federal, después de cruentas guerras fratricidas, Buenos Aires no sólo logró mantener la capitalidad del país, sino también ejercer el control económico y político sobre el resto de las provincias, lo cual está en el origen del federalismo opaco que ha suscitado en las provincias el nacimiento y desarrollo de un cierto sentimiento de postergación, cuando no de resentimiento, que, en el imaginario nacional, obra de frontera interior separando el país en dos territorios. Visible el capitalino –la cabeza de Goliat, en palabras de Ezequiel Martínez Estrada- e invisible el interior, dicho en el léxico hegemónico de la capital asumido por las provincias, que se extiende a partir de la avenida General Paz. Esta demarcación nada inocente se vincula con la vieja concepción ideológica que identifica la urbe con la civilización y el campo –la provincia- con la barbarie.
No ha de extrañar por tanto que, sobre estos presupuestos, las elites metropolitanas establecieran sus conexiones con los focos artístico-culturales europeos y dieran la espalda al interior y al resto del continente, y que la capital porteña se convirtiera de modo natural en un soberbio centro artístico-cultural que, merced a la concentración y disponibilidad de medios, produjera una literatura urbana y cosmopolita que fue identificada y proyectada como nacional.
Sin embargo, la consagración de la literatura rioplatense como literatura nacional no significó la muerte de las literaturas extracapitalinas. Mientras la narrativa interior resistía anclada en el realismo costumbrista, la poesía, igualmente regionalista, alzó vuelo aliándose con el folklore. Esta poesía del interior, sostenida por las métricas tradicionales de la música popular, se valió de su vitalidad y de una gran riqueza léxica y metafórica para expresar la realidad contextual y denotar su importancia en la configuración y producción de la literatura nacional. La suya fue una imaginativa y vigorosa reinvindicación de su locus en el genoma poético nacional frente al otro tenido por único. Al reclamar de este modo la legitimidad de su pertenencia a la literatura nacional la poesía del interior pretendía devolver al primer plano de la creación literaria argentina  la sensibilidad telúrica sepultada por el asfalto de la gran urbe y restablecer una visión de la realidad menos centrada en la peripecia individual.
A mediados del siglo XX, la poética urbana y su topos sentimental habían alcanzado su cénit culminando la Edad de Oro del tango, cuyo declive coincidió con la eclosión de la música folklórica. Es el momento en que se verifica con intensidad la tensión histórica existente entre las dos principales concepciones poéticas que palpitaban –palpitan- en el cuerpo de la literatura nacional. El fenómeno, aunque no haya sido percibido ni interpretado como un sismo producido por la fractura histórica del sistema literario, era ocasionado por la presión de una potente poesía subterránea sobre las capas poéticas de superficie. Esta poesía menospreciada o ignorada y que ya se creía perdida entre los médanos del desierto emergía mostrando su enraizamieno en una tradición de carácter popular y anónimo, a la que luego prestaron sus nombres, entre otros, Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi y José Hernández, autor del magistral Martín Fierro, e incluso Esteban Echeverría, quien en La cautiva recreó con intensidad el paisaje y la vida agrestes que se extendían más allá de los arrabales de la gran aldea, como llamó Lucio Vicente López en 1885 a Buenos Aires. Poetas como Jaime Dávalos, Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, Manuel J. Castilla, María Elvira Juárez, Raúl Galán, Julio Ardiles Gray, Julio A. Tello, Ariel Petrocelli, Julio Quintanilla, Buenaventura Luna y Juan Gualberto Garay, entre muchos otros, vinculados a grandes músicos o músicos ellos mismos, fueron los artífices literarios de uno de los períodos más brillantes de la música folklórica argentina y, a su vez, del afloramiento de la poesía del interior.
Sin embargo, este hecho no fue suficiente para sacar a la luz e incorporar al corpus principal de la poesía argentina a los poetas provinciales. Figuras tan importantes como Antonio Esteban Agüero, Julio Requena, Alejandro Nicotra, Osvaldo Guevara, Julio Castellanos, Néstor Groppa, Bustriazo Ortiz, Edgar Morisoli, Horacio Castillo, Roberto Glorioso, Jorge Leónidas Escudero, Amaro Nay, Miguel Vera, etc. son hasta la segunda década del siglo XXI prácticamente desconocidos por la crítica metropolitana o, al menos, no son tenidos en la consideración que merecen sus obras.
En Córdoba, durante el II Congreso de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) celebrado en octubre de 1939, Juan Filloy – otro de los grandes marginales- ya afirmaba que “para nacionalizar nuestras letras es menester provincializarlas; insurgir en montonera contra la absorción metropolitana. Los escritores, en su afán de atalayar rutas ancestrales, viven asomados hacia Europa, desde el balcón atlántico de Buenos Aires”.
Sin embargo, la ignorancia o el prejuicio metropolitano ni siquiera fueron superados durante uno de los momentos más efervescentes y dinámicos de la historia de la cultura literaria argentina, como fue el impulsado en la década de los sesenta hasta el golpe militar de 1976 por EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires. No será hasta la década de 1990, restaurada ya la democracia, cuando empiecen a observarse algunas señales promisorias orientadas a dar una visión más real de la literatura argentina. Pero antes de que esto empezase a darse, la Dictadura que asoló el país entre 1976 y 1982 había producido una profunda herida en el cuerpo social que afectó gravemente a la creación artístico cultural y a su contínuum. Al aniquilar a una generacion de jóvenes u obligar al éxodo a miles de ciudadanos argentinos, el Estado terrorista creó un territorio poblado por las sombras de los muertos, los desaparecidos y los desterrados.
Surgió así en el exterior del país una literatura exílica que aglutinó las producciones de otros emigrados de antes y después del período dictatorial, y cuya orfandad ha resultado más honda cuanto más alejada ha estado de la crónica testimonial o la trama argumental. Pero si bien esta literatura huérfana es ignorada y no reconocida como parte natural de la literatura nacional no parece ser por los mismos motivos que lo es la literatura del interior. Mientras en este caso existen argumentos formales ligados a las concepciones estéticas hegemónicas de la metrópoli, en el caso de la literatura extraterritorial parece latir un sentimiento inconsciente de rechazo al horror vivido. A diferencia de los muertos y desaparecidos que están en la memoria como cifras sin nombre  de la tragedia, los desterrados, en tanto testimonios vivos de un dolor colectivo no exento de culpa que se quiere olvidar, parecen estar no sólo fuera del territorio sino en un limbo de la memoria. Es como si al negar a los desterrados su pertenencia a la tierra que los vio nacer se quisiera negar la tragedia y con ella borrar el sentimiento de culpa que subyace en el subconsciente de una sociedad que, en su mayoría, no quiso ver y permitió que el horror se instalara en su seno. Pero, los desterrados, al igual que muchos que sobrevivieron dentro de las fronteras del país, son testigos activos de ese horror, del mismo modo que la literatura exílica es un desgarro de lo invisible.
Para explicar esto quizás sea necesario pensar en la literatura exílica, en particular su poesía, como la rama arrancada de un árbol talado. Un gajo superviviente del que en tierras extrañas nace otro árbol que lleva en su savia a los poetas y narradores sin nombres que fueron asesinados antes de que llegaran a escribir; aquellos cuyos escritos nunca se conocerán, y los que sobrevivieron y, obligados por las circunstancias de vida, frustraron sus vocaciones. Dicho de otro modo, la literatura surgida y desarrollada más allá de las fronteras territoriales es acaso una chispa de esa escritura no nacida que busca su sitio en el corpus de la literatura nacional y desarrollarse en plenitud en su ecosistema natural.
El genocidio perpetrado por el Estado terrorista abrió un profundo vacío en la vida y en la cultura argentinas al cortar los eslabones generacionales que mantenían los vínculos con las tradiciones correspondientes a todos los órdenes de la vida social. En el capítulo literario, esto hizo que las nuevas generaciones argentinas de escritores y poetas quedaran huérfanos y sin referencias inmediatas que les sirvieran de puente con la tradición, de la que, asimismo, habían desaparecido por prejuicios ideológicos  no pocos nombres fundamentales.
El extrañamiento, la ocultación y el desconocimiento de las obras de escritores y poetas del interior y de la diáspora a raíz de la acción hegemónica metropolitana y de la persecución política no suponen su inexistencia y, por tanto, es legítima la pretensión de ambas ramas a ser consideradas como partes genuinas de la literatura argentina. Siguiendo a Gramsci, podemos decir que la capital porteña ocultó históricamente las literaturas provinciales e incluso étnicas –quechuas, guaraníes, mapuches, etc.-  y, tras la Dictadura, la literatura exílica haciendo que se percibiera, en un marco aparente de diversidad, su propia literatura local como expresión extensiva y única valorable de la literatura argentina en su conjunto. Es así como la hegemonía capitalina ha venido retroalimentándose concediendo en algunas ocasiones reconocer la existencia del problema bajo la discutible dicotomía “regionalismo/cosmopolitismo”, en la que el segundo de los términos lleva implícita la preponderancia sobre el primero que genera una suerte de efecto mariposa unidireccional. El vuelo de una mariposa en la metrópolis puede provocar un huracán en el interior del país, pero el vuelo de una mariposa en éste es sólo el vuelo de una mariposa.
Este dominio político, económico y cultural de la metrópoli, aceptado y naturalizado en el imaginario social del país, sin embargo puede romperse. Los avances científicos y tecnológicos, especialmente los verificados en el campo de las comunicaciones y de las relaciones personales y sociales, han impulsado un vasto proceso de transformaciones sociales y políticas que sin duda están afectando los viejos esquemas de relación entre la metrópoli y las provincias, y, consecuentemente, abren la posibilidad de trazar un nuevo mapa literario del país. Llevar a cabo este proyecto no es una propuesta de confrontación, sino de corrección de un equívoco y de armonización poética orientada a sentar las bases de una nueva y equilibrada percepción de la literatura argentina y de su realidad.
La doble sombra, punto de partida de esta idea se ha pensado y producido para dar una amplia panorámica del paisaje poético nacional. No es ni pretende ser, por tanto, una antología, sino una compilación que reúne una treintena de los más relevantes poetas argentinos vivos,  según nuestro conocimiento y criterio, entre los cuales se encuentran aquellos que han desarrollado sus obras en el país profundo como en latitudes extranacionales. En este sentido, La doble sombra pretende ser un novedoso y fidedigno relevamiento de la poesía argentina actual, que salve o trate de salvar la vieja antinomia ciudad/campo, propia de las estructuras coloniales que han pervivido como recurso de poder de las elites dirigentes; unas elites que crearon el mito de una Argentina exclusivamente urbana, civilizada y europea, negando la existencia de una Argentina profunda y bárbara, donde la figura del gaucho aparece como tópico emblema del pasado –de los tiempos heroicos-, cuya encarnadura poética y canto del cisne es el Martín Fierro, publicado por José Hernández en 1872. Fecha que parece señalar asimismo el fin de la poesía gauchesca y la tradición narrativa, y con ellas el de una rama mayor de la literatura argentina, vestigio de la cual sería esa literatura del interior, cuyas producciones han sido estigmatizadas con la etiqueta del costumbrismo rural, por quienes, en su mayoría, se han entregado al culto del costumbrismo urbano.
La doble sombra es asimismo la metáfora de una poesía extraordinariamente rica y diversa que, en conjunto y desde distintos posicionamientos estéticos e ideológicos, y planteamientos formales, tiende al mismo tiempo a restaurar, tanto desde el interior como desde el exterior del territorio nacional, los lazos vitales con la tradición poética nacional dañadas por la Dictadura; salvar el abismo dejado por una generación aniquilada que no pudo cumplir su papel de eslabón natural, pero cuyo sacrificio quizás haya servido para encontrar una voz coral capaz de identificar con fundamentos nuevos una poesía argentina más genuina y diversa, más emparentada con la tradición continental hispanoamericana, que la historiada hasta el presente. En definitiva,  La doble sombra constituye la propuesta de un nuevo y más veraz mapa de la poesía argentina en el que se hace visible sus extensas plataformas interior y exterior que, hasta ahora, han permanecido ocultas bajo las aguas del mar metropolitano colonial.
                                               Antonio Tello          José Di Marco



[1] Danto, Arthur C.: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la  historia, Paidós, Barcelona, 1999.

[2] Ricardo Ibarlucía. “Crónica de una dispersión”, en Diario de Poesía, Buenos Aires, año I, nº 2, 1986. Citado por Jorge Fondebrider: “Treinta años de poesía argentina”, en  Jorge Fondebrider (compilador): Tres décadas de poesía argentina 1976 – 1996, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2000, pp. 17 – 18.
[3] “El posclásico […] es otro vanguardismo: una suerte de ismo de lo cásico. Un andarivel estético con alcances sólo relativos porque ha dejado de lado la convicción de valor absoluto. Tiene de lo clásico, en principio, un peculiar trabajo sobre la lengua, que deviene en enfoque; y de la vanguardia, el ADN de la libertad…”. Javier Adúriz: “Posclásico, una aproximación”, en Jorge Fondebrider, Op., cit., pp. 78-79.
[4] Giorgio Agamben, “¿Qué es lo contemporáneo?”, disponible en la web, p. 2.

jueves, 15 de mayo de 2014

ASTILLADA CLARIDAD, JEANNETTE LOZANO CLARIOND



Astillada claridad es la antología poética con que la Universidad Autónoma de León (México) rinde homenaje a Jeannette Lozano Clariond. Además de traductora y editora de la editoral hispanomexicana Vaso Roto, Clariond es una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana actual. Mi [re] lectura de su gran obra fue premiada por ella encargándome el prólogo de Astillada claridad (UANL Publicaciones, 2014).


El origen de la escritura es el deseo. La obra poética de Jeannette Lozano Clariond es, como en toda obra de arte genuina, hija del deseo. El deseo es esa pulsión íntima, orgánica y espiritual, que nos salva de la extinción. Es motor del instinto de supervivencia. Pero el ser humano, que no sólo aspira a sobrevivir sino también a vivir conociendo la realidad de su existencia y trascendiendo su finitud, hace que el deseo humano comprometa el placer de sentir y el gozo de saber en el acto de crear.
Entrar en la espesura no nos hace ciervos, sentencia la poeta en un solitario verso. Es decir que el deseo por sí mismo no basta para crear un mundo poético. Es necesario someter la poderosa pulsión del deseo a las normas de una gramática que evite los efectos disgregadores del caos y de las fuerzas corruptoras que distorsionan la percepción de la verdad y la belleza. Una tarea que exige talento y un esfuerzo mayúsculo que sólo pueden llevar a cabo poetas mayores, es decir aquéllos capaces de crear un universo propio sostenido por un sistema racional de principios y leyes que haga factible la comunicación primordial entre el creador y el fruto de su deseo de vivir, conocer y prolongarse en el tiempo. Esta gramática surge de la voluntad, la cual  no limita el deseo sino que permite al poeta, en palabras de Shopenhauer, trazar una meta a sus ansias infinitas y llenar el insondable abismo de su corazón.
La voluntad y lo que conlleva, el empeño y el rigor, son, en tanto principio sustentador de la gramática del deseo, el medio del que se vale el creador, para alcanzar una percepción poética nítida de la verdad y la belleza, y proteger así el lugar del hombre en la escala tonal del ser, como dice George Steiner. En este sentido, Jeannette Lozano Clariond es por su talento y su voluntad una poeta mayor que ha creado un universo original -Esa raíz oscura de lago mudo y órbita violeta-  sujeto a la jurisdicción de las leyes fundamentales que rigen la creación artística.

El lenguaje es una acción, dice Platón en el Cratilo. De modo que la gramática del deseo es el ingenio – el sistema de signos- con el cual el poeta entra en acción. Un tipo de acción vinculante que origina y refuerza el comportamiento humano y, consecuentemente, determina la acción social unificada para dominar el entorno o influir en él. Cabe recordar que el primate que funda la humanidad no lo hace cuando descubre la palabra, sino cuando percibe su cualidad transformadora. Es en esta edad temprana cuando el aún homínido deja de comportarse de forma pasiva y empieza a actuar. La palabra le sirve para organizarse y para manifestar su poder sobre las cosas y los demás seres que habitan en el mundo. [Todo era tiniebla (de raíz), / arteria / dilatada / cuando el viento / derrumbó la cúpula. // En vano / la tierra hunde / su perpetuo nacer.]  Es el momento en que el hechicero hace suyas las palabras que lo comunican con los espíritus, como más tarde lo hará el sacerdote para intermediar entre los dioses y los pueblos, y como miles de años más tarde lo harán las entidades del poder político y económico para ejercer su dominio en un mundo laico, donde las antiguas divinidades se baten en violenta retirada o se acomodan a una suerte de interesada funcionalidad emocional. Surqué la flor, la tempestad en la carne del árbol, / y el mar se abrió a la posibilidad. // Lumen Dei non videmus / Lumini Dei non credemus.

El hombre, una vez en posesión y dominio de la palabra –en el principio fue el Verbo, dice el Génesis-, inventa los dioses y les atribuye la Creación manifestando de este modo la debilidad de su condición humana; la desconfianza en sus fuerzas para resistir la atracción de la materia inerte y de las fuerzas de la oscuridad, la fealdad, el caos y el olvido; la atracción del abismo de silencio que anida en el origen, y la evidencia de los límites de su saber para explicar el misterio primordial [Dios, ¿en dónde estabas a la hora de mi resurrección?].

Mapa estelar de la poesía de Jeannette L. Clariond
Evoco y parafraseo a Pascal Quignard y su cita de Claude de Marolles. El reflejo ilusorio e ilusionante de la escritura es la lectura. La lectura es contemplación, el rapto del alma que nos acerca al estadio de la preexistencia. Viaje astral al origen. Leer poesía es contemplar el cielo sin querer [o sin poder] impedir esa sustracción del alma que se adentra en la oscuridad cósmica rumbo al desconocimiento. Esto significa que la lectura poética no es un viaje hacia una certeza ignota, sino hacia lo inefable, cuya vivencia deja en la conciencia del lector las fugaces realidades que la mirada percibe [Cuando miro la tarde todo se vuelve real] y que la voz humana alcanza a verbalizar con un torpe balbuceo [¿Recordará su sitio / la muda sustancia de la niebla?], porque más allá de sus límites, en el abismo del silencio, late lo indescifrable. Lo intraducible.
Una gota es el universo entero, escribe Jeannette Lozano Clariond. Su poesía es un universo del que es posible trazar un mapa cósmico. Una sutil y delicada carta de navegación estelar que contiene planetas, lugares, paisajes y caminos explorados por esa voz que se apoya en las visiones cotidianas y en el mito para hacer más comprensible la realidad o las realidades del mundo. Esa voz, sombra de la mirada, que se multiplica y trasciende como una oración,[orar, oírse en la incertidumbre], como un viento desnudo, y enseña a la poeta y al lector la duda [¿es real que la tarde se vacía? / La poesía es ausencia de agua, puerta / que abre otra puerta y una más]. El misterio.

La voz poética es tensión entre lo intraducible y el Logos. Una tensión que está en los orígenes de la luz y el tiempo, de cuya fusión y estallido surgen el mundo y sus criaturas, esquirlas de sal y de memoria. La leve conciencia de ser en el espacio y en el tiempo, en los sentidos y la experiencia de los sentidos, movida por una poderosa pulsión inquisitiva, una radical sed de conocimiento, [Qué alcanza en su límite la llama] que contraviene la angustia y el miedo existenciales.
La navegación de la voz por el interior de las sombras [La oscuridad / es el alma del lenguaje] deviene corte geológico de la historia estratificada que los ojos sin carne de la poeta exploran y documentan. Mis ojos aprendieron a ver fijamente las piedras. Estos son los ojos que ven ese insecto de cuarzo que nos recuerda la existencia del destino, y que siguen, presas del vértigo de la eternidad, -ese reflejo donde no cabe el pensamiento- la espiral fosilizada del amonite hasta el núcleo de la memoria que nos preserva del olvido y de la injusticia.
Breve sustancia la niebla,
 clarísimo carbón, su pátina de viento.
 La tierra apenas humedece
la piedra circular donde manan antiguos destellos,
el néctar petrificado, cristales de este invierno.
Y en generosa calma
buscar entre menudos giros
otoño adentro
los recuerdos
cuando todo es cascada acreciendo su abandono.

También hasta el punto extremo al que llega el Logos sin perecer en el sin decir. Hay regiones que son sílabas de sombras. / No todo es nuestra lengua, dice la poeta que bien sabe que nuestra desgracia es la bella soledad / sin grito / sin lenguaje. Y es allí, al borde de este abismo, de la bella soledad, que sobreviene la pregunta sobre la validez del esfuerzo. ¿Significa esto abjurar de la historia o un modo desafiante de conjurar la atracción del silencio? Pero ¿qué significa el silencio para el alma encarnada si el silencio se significa a sí mismo como una inmaterialidad autista? He aquí la desigual relación de fuerzas entre la vulnerable condición humana y la poderosa atracción de aquello que niega u obstaculiza el saber con que el poeta se propone preservar la función comunicativa del lenguaje y proteger la raíz conceptual de la palabra, pues ésta nos acerca a la verdad última y amplía el territorio de las libertades y justicia sociales. En este propósito el poeta no puede caer en la impostura, la ignorancia y la negligencia, porque ellas trastocan la realidad con palabras que son meros esqueletos fonéticos cuya carnadura se pierde por el uso sin sentido verdadero de la acción y conducta que implican. Es en este punto donde Lozano Clariond reivindica el principio activo del amor espiritual como sentimiento orgánico surgido de la tierra que, en ocasiones, se traduce en un delicado erotismo [Un dolor enciende el silencio, y en la habitación, el ánsar de la niebla. /Húmedo mi cuerpo en la llama. / De nada suspendidos nombrar el amor buscamos. // Sólo en su requiebro el mar] como respuesta natural al dolor y a la muerte.
Atacada por la acción devastadora del tiempo que consagra el olvido y por las fuerzas irracionales del poder político y económico, la palabra cae enredada en el gran barullo verbal del sistema, la confusión babélica, y queda paralizada, perdida su capacidad de acción; imposibilitada de comunicar la verdad. Su parálisis es la parálisis del espíritu y, consecuentemente, el triunfo de la impunidad y de la falsedad de la obra de arte acomodada a la realidad nacida de la impostura.
Entonces ¿para qué el poeta ha de llevar la palabra a los límites del misterio y confrontarla con el silencio? ¿Qué sentido tiene seguir el impulso de su deseo? ¿Para qué quiero un Logos si lo que busco / es / alojar la luz en otra luz? La respuesta es que el poeta tiene la responsabilidad de preservar el valor significativo de la palabra, porque, como expresión de la comunidad humana, ella comporta la llave de la razón y del acto civilizador.

Lozano Clariond sabe que el poeta es un civilizador y como tal es consciente de que la palabra, pronunciada en su verdadera y unívoca significación, es la que inspira el cuerpo ético de la comunidad, el cual, al determinar el comportamiento de los individuos, rige la convivencia en un marco de confianza y justicia, tal como podríamos definir la paz. El supremo esfuerzo del poeta se justifica en la conciencia civil del hombre aunque sufra los efectos de las pérdidas. La melancolía.

                 La melancolía es destino
                diciéndonos lo que no somos:
                un huerto tejido de sombras,
                la cicatriz de la tarde,
                el rostro que lucha por saber quién fue.

               En el portal
              los pájaros recuerdan
              el viaje
             -y sin embargo-

             temo perder lo que de ti queda cuando te vas.

 La imposibilidad. El límite del Logos.

             Espina del pez, forma labrada por el verbo.

            ¿Qué se busca? ¿Qué alcanza en su límite la llama?
            Distancia es aquello que nunca sabremos decir.

Por otro lado, no debemos olvidar que la palabra, por su misma potencia significativa y la carga mítica de su raíz, es vehículo de conocimiento y libertad para el ser humano y su comunidad. La escritura es parte de la memoria sobre la que se construye y perfecciona la justicia y la felicidad en el mundo. Por esta razón, los cambios externos que se operan en ella, de acuerdo con la formulación de leyes y ordenamientos que consolidan el progreso y la felicidad de los hombres, enriquecen su significación esencial. Pero, sucede lo contrario cuando los cambios surgen de la impostura y la injusticia. Es entonces cuando la piedra hablará un dolor que nadie escuchará.

Si según la intuición de Heidegger el ser humano es una unidad de materia y tiempo, la palabra, como expresión humana, también participa de su misma naturaleza existencial y de su capacidad generadora [reproductora] de vida y saber. La palabra, el lenguaje en cualquiera de sus manifestaciones, es memoria, fijación efímera de aquello que nombra. Pero la memoria es vulnerable al olvido, el cual es a su vez uno de los agentes erosionadores del tiempo y del poder, el cual a su vez aspira a la impunidad.

En esta circunstancia, la acción del poeta consiste en rescatar la palabra de la inflación verbal, del farfullo bárbaro y embrutecedor, y devolverle la vida y su verdadero sentido. Un cometido para el cual el poeta, sabedor de sus propias flaquezas y temores, ha de procurar mirar más allá del corto horizonte de lo ilusorio y afrontar con decisión el viaje a través de las sombras.  

La misión del creador es hallar la raíz, la nota articulada que contradiga al silencio, y atisbar algunas de las imágenes originales de su existencia humana. Asomarse al oscuro núcleo de su preexistencia animal sabiendo que esta odisea por el interior de la noche, como escribiera Shakespeare, está llena de acechanzas y que, víctima del horror, puede caer en la tentación del silencio, abandonarse al irresistible canto de las sirenas [Voces, voces distantes, / espejos, / palabras piedra: / Todo antes de la noche], y callar, «quedar sin palabras» y dejar que el olvido y la injusticia avancen sobre el mundo. Por esto es vital para el poeta resistir. No importa que en esta travesía sea herido, su piel lacerada, o enceguecidos los ojos con que mira la evidencia o advierte la revelación. El poeta no ha de temer al esfuerzo –su voluntad- ni cejar en el arduo empeño de atravesar los territorios de palabras huecas y voces enmudecidas, y llegar hasta los confines significativos de la palabra –como dice Steiner-, trepar a sus más altos muros léxicos y desde ellos observar, sobre la planicie que precede al tiempo sintáctico, el sumo entendimiento. La inminencia de lo indecible. El abismo. Cuando el poeta siente en su cuerpo toda su potencia creadora, es también el momento en que la palabra más fortaleza espiritual y ética le exige, porque apenas intente salir del fuero verbal, donde rigen las leyes de la gramática, para entrar en los registros más profundos de la realidad oscura, el impostor quedará al descubierto. Como un Orfeo que, saliendo de la oscuridad de su ego, el conocimiento se le esfumará ante la luz del día.

Dado que el lenguaje es un atributo humano, cuya partícula ínfima es la sílaba, es ésta, la que finalmente llega al territorio del origen, del no-tiempo, del silencio. Sin embargo, por su propia condición humana, no puede traspasar sus fronteras y conocer el misterio de ese lugar donde acaba la muerte, como escribió Nezahualcóyotl, sin que le cueste la vida, pero sí sentir la inercia de su poder que hace que el mundo no exista antes de ser nombrado.

El conocimiento de la gramática de los signos es vital para anclar lo inteligible poético, porque este viaje exige ir más allá de los modos temporales, de las formas sintácticas, y de las significaciones superfluas, si se quiere alcanzar ese lugar en que la palabra desnuda puede ser sentida de un modo no verbal. Como voz original que late en el plexo de la conciencia humana, cuyo sonido será nota musical, pero también ruido, nota carente de pasión, si sólo es hueso descarnado, mero formalismo donde no palpita la vida. Experiencia autista del artista perdido en su propio yo.

El momento más pleno y gozoso del acto creador se produce cuando el poeta siente que el aullido que nace en sus entrañas y atraviesa su mirada de carne alcanza al poema. Ese poema construido con versos de palabras ausentes, es decir, ese poema no dicho. Ese poema no escrito todavía. Ese poema sin voz que disuelve la vida y enfrenta al creador con la muda instancia del origen.

                                Bajo el manto de fuego
                               la luz emerge
                               de su cuerpo
                                    -mundo, hora, hombre
                                      casi muertos-
                               a la espera del comienzo.

Ese poema sin elementos discernibles de tiempo y espacio ¿Qué es la luz antes de ser nombrada? ¿Qué es el árbol antes de ser llamado árbol? El nombre es semen, semilla, elemento germinal de las cosas del mundo, y el acto de nombrar que da lugar al poema es el mismo acto de crear, porque coagulamos el tiempo en la vida.

Fuera de la realidad humana cabe suponer que la palabra original, el verbo, carece de conjugaciones de tiempo, de modo y de voz. El verbo, metáfora de la fuerza genésica que crea el mundo, es, paradójicamente, movimiento e inmovilidad, una palabra que representa la acción y la fijación. El verbo, como suma representación de la voz humana, es la palabra que se rebela contra el silencio y lo rompe. Voz, eras el mar, exclama la poeta no sin asombro por el descubrimiento.

Nada existe antes de ser nombrado. Por esto es tan importante para Jeannette Lozano Clariond sentir en sus entrañas el lenguaje esencial; las palabras despojadas, tanto en sí mismas como en su articulación sintáctica, de todos los barnices y elementos superfluos con que la historia, los hábitos y las ideologías han ido cubriendo su superficie y ocultando su raíz significativa. Las palabras que trasuntan la materia del origen. Consciente de que la palabra es la esencia del ser humano, el principio que distingue su inteligencia, es que la poeta la conjura y la salva de penetrar definitivamente en el silencio, para narrar la experiencia de la creación – de la re-creación-  que prolonga la existencia humana.
                       El viento
                       desmorona el barro,
                       vértigo, dolor era ese viento
                       en su descenso:
                       el encuentro
                       con la primera voz:
                      la muerte.

                      El muro de raíz sedienta
                      rasga cielos
                      de aquella hora.
                      De nuevo brotarán salmos
                      palabras destejiendo
                     sobre el espejo.

La palabra, en tanto acción, es negación del silencio y como tal, a pesar de la poderosa atracción que ejerce sobre ella el abismo, puede sentir la desesperada llamada de su creador, el poeta, y emprender el retorno. Es en este sentido profundo que el poeta salva la palabra de la muerte. Pues ella no sólo manifiesta la jerarquía del ser humano sobre las demás criaturas que habitan en el mundo, sino también su pretensión de ocupar un lugar entre los dioses e incluso de sustituirlos aunque deje en el aire la duda y la inutilidad de tal pretensión cuando afirma existir es siempre azar o ecos de Dios la vida.

La palabra, para Jeannette Lozano Clariond, es consustanciación del deseo, pulsión irreprimible de libertad del ser humano sobre cualquier forma de dominio. Expresión máxima de su soberanía en el mundo. Así, la creación aparece ante el poeta no como un mero acto de supervivencia animal, sino como una permanente confrontación entre el silencio y el sonido, entre los cuales existe un vínculo original que nunca desaparece del todo y que el poeta no ignora, pues de la tensión polar que late entre ellos surgen la música y la palabra; también el ruido que llena el mundo. La confusión.

Cabe interpretar que el silencio no es vacío. Tampoco ausencia. El silencio es energía, fuerza muda del tiempo. El sonido -la voz humana, los ruidos de la naturaleza y del obrar humano, incluso sus excrecencias- es pálpito fugaz de la vida, frágil memoria, que el silencio en su fluir denota y atrae. En los aledaños del silencio, el  sonido -la materia viva- reconoce en la irresistible fuerza que lo atrae algo de su propia esencia. En esa frontera al borde del abismo, el sonido afronta la atracción sujeto a la vida y, en tensión con el espíritu –esa chispa de silencio que anima la carne-, nos revela destellos del conocimiento, de la belleza, las formas perecederas de la plenitud del goce; en esa pausa mínima y peligrosa, el sonido estalla en notas y palabras y al estallar asistimos al soberbio espectáculo de unas notas y palabras que, como estrellas fugaces, se pierden en lo hondo del silencio, y de otras que resisten la atracción y, despojadas y desnudas, nítidas y brillantes en su esencial significado,  modulan armonías que evocan el misterio de lo creado, la secreta noción que funde el tiempo y la materia. Así, la música y la voz son expresiones humanas, huellas de civilización que deja el arduo empeño de hacer comprensible el mundo. Por lo tanto, las escrituras que nacen de ellas son ese último y desesperado intento humano de coagular el tiempo. Arquitectura de la memoria, gramática del deseo, en el espacio del silencio.

           Al silencio me abracé. Vi quebrarse el brillo naranja del firmamento,
           los robles enmudecieron, la polilla se arremolinó en farolas.
           El amor intangible de los amantes se disolvía en la lumbre. Vi
           Fragmentos de espejo, su manantial incesante esmaltaba los pliegues
           Del coral.

           Esta tarde regresé a la albufera. Una inmensa soledad me miró. Vi
           el ave del desierto hundirse en el horizonte, el sol caer sobre los
           cedros, hundirse en mí la sombra.
           Mi cuerpo ascendió más allá de los tordos en la bruma.

                                Solo muere el arroyo.

Mientras el ser humano libra esa soberbia lucha contra el poder de los dioses –esa suprema y trágica abstracción por él ideada-, la palabra se rebela contra la acción erosionadora del tiempo, contra el olvido, y construye la memoria sin la cual no existiría civilización alguna. Es sobre la memoria que el ser humano puede proyectarse en el tiempo y trascender más allá de sus limitaciones individuales en la realidad del mundo.

La memoria llena sus vacíos. Regresé a la rota mirada de la madre,                    sus frases oscuras, el vendaval manchaba la ropa en el patio, las hojuelas del hollín envolvían el durazno. El silbido de los trenes es recordación, sinceridad del árbol. Sólo la palabra restaura la quietud, allí donde la esencia afina su brillo.

Es a partir de esta experiencia cuando se concreta el deseo que ha llevado al poeta hasta la estación abisal desencadenando la expresión incompleta del poema no dicho, cuya traslación escrita siempre arrastra una pérdida. Este instante epifánico, aún con las pérdidas inevitables de algunas visiones, pone al poeta ante la sinceridad de su vocación. ¿Qué hacer? ¿Debe moldear la criatura a gusto de la comunidad? ¿Cómo revelar la verdad entrevista sin traicionarla ni traicionarse? ¿Cómo pintar, esculpir, escribir? ¿Cómo descubrir?

Aunque la encomienda del poeta es social, su experiencia es individual y es ahora cuando advierte la presencia del otro; la de aquel con quien debe compartir lo entrevisto. Es decir, la obra que nace de su experiencia artística. Pero ¿quién es ese otro? ¿Importa?  Estas preguntas identifican las trampas del poder humano y de cualquiera de sus ideologías que pretenda legitimar su dominio sobre los individuos. No se concibe la obra de arte para alguien determinado. No se la concibe para entretener, sino para revelar. La obra de arte, un cuadro, una escultura, una pieza musical, un libro, es una huella original. Se escribe, se pinta, se esculpe para conocer, conocerse y descubrir la realidad del mundo y de la naturaleza humana. La razón por la que Jeannette Lozano Clariond escribe es porque nuestras vidas se vuelven otras vidas, / inacabado brillo de cristal. / Lo fresco del rocío / ya es hoja quebradiza. / ¿Somos historia?  No, mancha, / humo / de imposible trascendencia, / agua entre los robles. Mientras / sorbemos de la taza el amargo café / en que nos detenemos, inclinados los rostros. Intuyo que es de este modo cómo la poeta reivindica la soberanía del ser humano en el mundo, ese lugar al Este del Paraíso del que fue desterrado; intuyo que es así cómo ella, con su leve y luminosa voz, enfrenta el atávico temor a la muerte alumbrando su presencia orgánica más allá del Logos [Morimos / muy abajo del cielo, miedo / que nos hunde / en el primer y único origen.], para no sucumbir a la imagen y semejanza aludida por el mito [El miedo es encontrar la propia semejanza], porque si bien, como escribe la poeta en dos versos valientes y profundos
                                                                                                                                
                  El Libro dice: crea la imagen única de la realidad.
                  Yo digo: crea la imagen de la ausencia.

Es así que desde la raíz, entera, la frágil voz regresa y aunque la poeta sepa que no basta llegar a la raíz […] es la voz, incierta y estrecha, / que apenas arde, / hora del comienzo y el fin, suma de moradas la luz de los olvidos.

Viaje, conocimiento y transmisión de la verdad constituyen los maderos de una poética con los cuales Jeannette Lozano Clariond, una de las más grandes poetas de lengua castellana, ha construido su personal Nostromo conradiana para afrontar su navegación a los confines del alma humana y documentar el periplo. Y lo hace sabedora de que su voz, potente y delicada, es el apropiado vehículo para alcanzar la experiencia mística que la aproximará a la verdad y al mismo tiempo a los límites del lenguaje para nombrarla.