martes, 31 de julio de 2012

TESEO NO SALDRÁ DEL LABERINTO, José Florencio Martínez



Teseo no saldrá del laberinto (In-Verso Ediciones de poesía, 2012), de José Florencio Martínez es una metáfora de la razón extraviada en una civilización a la que el absurdo y el sinsentido parecen haberla  condenado. El poeta busca en el poema la luz de la antigua Grecia como el navegante el faro que lo guíe en medio de la tormenta.

Para José Florencio Martínez, la Grecia clásica aparece en su horizonte poético como un signo vívido donde anhela hallar la palabra reflexiva, el logos, dirá él, que le permita explicar y explicarse las causas por las que caen los muros de una cultura mayor. Como la Ifigenia de Goethe, José Florencio Martínez «busca con el alma la tierra de los griegos» (re)construyendo en la memoria los fundamentos vivos de la civilización, en la que el euro es moneda de cambio. Pero en este empeño descubre que la luz y la belleza, que ya provocaron hace siglos otro renacer, han quedado fijadas en un arte que, por aspirar a la perfección las congeló salvaguardándolas de la acción corrosiva del tiempo. Como esas estatuas del jardín, donde atisbamos el torso de una diosa [...] su proporción hiriendo las pupilas, / congelando su dicha y su caricia.
Pero aun así, el poeta no se rinde y se entrega al latido hondo de los mitos - el mito  / decanta en nuestro pecho su delirio- para sorprender a los héroes  y a los dioses jugando a los dados y constatar una vez más que las guerras no son otra cosa que una confusión de «instintos y palabras». Las palabras que duelen más que la belleza cuando los hombres, venciendo su narcisismo, pierden sus máscaras y ven los que sus rostros vulnerables dicen. La belleza dolía más que el verbo / y en la faz de la fuente se vertía o Representas. Te duele la palabra. / La belleza es terrible. Sin la máscara, / tú mismo eres el monstruo y la penumbra. Y duele porque es misión de la palabra representar el cosmos y el acto del habla un conjuro de misterios gozosos. Este es el impulso que el poeta sigue arrastrado por el «nostos», la nostalgia del pasado aun a sabiendas de que no se puede volver, pero al que se orienta porque remar es la vida y la esperanza. Se vuelve por el mismo motivo que Ulises, -como el salmón retornas al amor, / al origen del mar y de la muerte-, para reconstruir en lo que queda de Ítaca la vida futura. A ella se vuelve, quiere el poeta, para no rendirse a la desesperanza y al olvido.
Al modo de los grandes poetas románticos -pienso en Novalis, en Hölderlin-, José Florencio Martínez hace de este conjunto de poemas algo más que un homenaje a la Grecia clásica y arqueológica. Teseo no saldrá del laberinto es un canto a la poderosa fuerza de los mitos que alumbraron la cultura y la civilización occidentales sobre los fundamentos de la razón. Teseo no saldrá del laberinto, viene a decir el poeta, a menos que el hombre moderno, angustiado por sus propios despropósitos, vuelva sobre sus pasos, recobre el hilo umbilical, alcance la nave y reme enfilando su derrota hacia la patria del logos.

lunes, 23 de julio de 2012

MERIDIANO DE SANGRE, Cormac McCarthy


Meridiano de sangre (Random House, 2010, 4ª ed.  Debolsillo, trad. Luis Murillo Fort), de Cormac McCarthy es una de las mayores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX. Una obra que desdice con autoridad la vigencia del canon de las formas decimonónicas, tan caras al mercantilismo neoliberal, y al mismo tiempo expone sin eufemismos la encarnadura del mal en el alma de los hombres.



Un hecho histórico -la contratación, en 1849, por el gobernador mexicano de Chihuahua de la banda mercenaria del capitán Glanton para exterminar apaches-, es el punto de partida de un descenso al corazón de las tinieblas, donde habitan personajes como el capitán Galton y, sobre todo, el juez Holden -trasuntos del Kurtz-, cuyas vidas son pálpitos puros del mal.  
A diferencia de Joseph Conrad, Cormac McCarthy no se vale de un marinero como Marlowe, cuya educación moral lo salva de la seducción del horror, para penetrar en su tenebroso territorio, sino de un adolescente, «el chaval» -el único personaje sin nombre-, que carece de esa educación y que no conoce otra forma de sobrevivir que la violencia. Son los ojos de este muchacho los que descubren al lector el áspero paisaje por donde cabalgan, como jinetes del apocalipsis, esas almas corrompidas por el espíritu de la guerra. «La guerra es Dios», dice, como justificación de la amoralidad que fundamenta sus vidas, el juez Holden al muchacho, el único que, a pesar de todo, ofrece alguna resistencia a dejarse fagocitar por la naturalidad del mal, que prevalece en el mundo y en la conducta humana. McCarthy parece decirnos con su planteamiento que es en el seno del mal donde se libra la verdadera lucha de la supervivencia humana. 
Cormac McCarthy
Otros factores que contribuyen a hacer de esta novela una obra maestra sin duda son los recursos técnicos y el lirismo de la prosa, que constituyen un rasgo característico de su estilo. Aquí resultan decisivos para el dinamismo narrativo, que no debe confundirse con acción histérica, la articulación de los diálogos en el texto y el uso inteligente de los tiempos verbales que rompen las ligaduras argumentales para expresar de manera más significativa y abarcadora la complejidad de la condición humana y de la realidad que ésta genera. En este sentido, el carácter poético de la prosa de McCarthy, en la que es evidente la influencia de Faulkner, confiere a su escritura esa fuerza arrebatadora que levanta la piel y eviscera dicha realidad para que el lector tenga las visiones orgánicas y fantasmales de ella. «Aquella noche atravesaron una región salvaje y eléctrica en donde extrañas formas blandas de fuego azul corrían por el metal de los arreos y las ruedas de los carros giraban como aros de fuego y pequeñas formas de luz azul pálida iban a posarse en las orejas de los caballos y en las barbas de los hombres». 
Tras la lectura anterior de La carretera, la relación con Meridiano de sangre surge espontáneamente y no puede evitarse pensar que aquélla es la sustanciación conceptual de ésta, donde el universo de McCarthy aparece desollado, exhibiendo el pálpito y las tensiones de su tejido muscular antes de que el absurdo estalle y su onda expansiva arrase el mundo. En este punto, también son, o pueden ser, objeto de comparación los finales de ambas novelas. Si bien el de La carretera no parece estar a la altura de su desarrollo, el de Meridiano de sangre es un portento literario, en el que se hace patente el magisterio del autor y su compromiso con el relato. En este final, se pone de manifiesto la inteligencia del autor, para dar una proyección mítica y perdurable al relato y al mismo tiempo poner al lector desnudo ante la naturaleza de las dos portentosas fuerzas cuya confrontación sostiene la narración. Quizás por la crudeza poética del final fue que McCarthy añadió un epílogo donde se ve un hombre que camina por la llanura haciendo agujeros en la piedra, de la que el acero de la herramienta saca chispas. A cierta distancia siguen al hombre «los nómadas en busca de huesos y los que no buscan nada y avanzan a sacudidas [...] y en su avance cruzan uno tras otro ese rastro de agujeros que va hasta el límite mismo del terrino visible y que parece menos la búsqueda de una permanencia que la verificación de un principio, una confirmación de la secuencia y la causalidad como si cada perfecto agujero redondo debiera su existencia al que le precede...». Imposible no interpretar esta obra maestra como una soberbia parábola de la sinrazón que corrompe el alma humana y que se perpetúa a través de las guerras, del genocidio, de la barbarie, individual y colectiva sobre la que se ha construido nuestra civilización.