viernes, 22 de junio de 2012

DERIVA, Laia López Manrique

Laia López Manrique [Foto: E. Escobar]















Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012), de Laia López Manrique es un poema de alta calidad lírica. El libro revela a una poeta no sólo dotada para el oficio sino, sobre todo, consciente de la materia y el objeto del poema. Responsable hasta el desgarro de su escritura, López Manrique logra con este primer libro que su poesía brille con gran intensidad.

Hay dos, entre otros, aspectos fundamentales de la escritura de Laia López Manrique en Deriva. Uno formal y otro conceptual que atañen simbióticamente al lenguaje y a la identidad. El primero se asienta en la convicción de su condición de poeta y en la voluntad de no evitar los riesgos que ésta comporta. LLM sabe que la escritura -la manifestación gráfica del lenguaje- ha de corresponderse con la esencialidad del relato y con la musicalidad sin apoyaturas artificiosas del verso. En este sentido, prescinde de las letras capitales y de los signos de puntuación y deja que sus versos, a la manera de los antiguos poetas en tiempos en que la poesía era casi exclusivamente oral [pienso ahora en Petrarca], marquen mediante una intuitiva y sabia regulación de los espacios las cadencias, los tonos y las pausas.
Es sabido que los signos de puntuación favorecieron la lectura en silencio y la autonomía del lector, pero para la poeta no se trata de un rechazo caprichoso de uno de los grandes avances de la modernidad, sino de manifestar su propósito de acentuar el carácter oral de la poesía y de resituarla en el corazón de la voz pública. Una intención que se hace más explícita si observamos la esencialidad de cada verso y la identificación del poema con una única metáfora -la deriva existencial- que hace obvias y desechables las metáforas menores y descriptivas.
El otro aspecto fundamental de Deriva es el lenguaje como expresión del ser. Somos lo que hablamos y por tanto, no es la escritura sino la voz la que nos identifica y nos sitúa en la historia y en el tiempo. Así, la deriva vital «se abre al lenguaje / como un resto / de piel / y de maleza». Una deriva impulsada por el deseo que en su enervamiento persiste como una «última palabra». Así de débil y exhausto el ser habita el mundo transido por el tiempo, como ya lo especifica la cita de Héráclito el Oscuro que sirve de epígrafe al libro [«El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo»]. Pero el tiempo es un agente corruptor al que este ser exhausto es vulnerable como lo es su palabra, que acaba corroyendo la memoria y el relato de la historia que ésta comporta. Es en este tramo del camino donde se hace necesario «dejar de comprender las viejas frases / dejar de ver en ellas / un camino alto [...] dejar de comprender / la utilidad de los objetos [...pues ya hay] otra lenta / incognocible / deriva».
Al situarse el ser en ese «lugar que apuntala la caída» sólo la verdad del poema -ese deseo de ser- puede alterar la horma del mundo modelada por la violencia. No importa el tiempo que Sísifo espere «el derrumbe de la montaña», el énfasis de la voz -eso que somos- sigue siendo la esperanza que nos salvará del «animal o impostura / que ruge en el silencio». El «deseo es posible / como un golpe que rebosa / y hace avanzar el curso / de las aguas». Deseo, pulsión de la vida, necesidad imperiosa de alcanzar el gozo que justifica la existencia y lleva a cada uno a reconocerse en los otros, en las otras voces, y encontrar en éstas «el asilo que antes eludías / toscamente / como quien niega / un destino» hasta ese instante en que la «oscuridad [es] / matriz / de nuevos nacimientos».
Laia López Manrique, de quien incluyo aquí la interesante entrevista que le hizo Iván Humanes, otro lúcido y excelente narrador y poeta, se suma con este bello poema a ese núcleo de jóvenes poetas que, hace pensar, elabora una poesía de búsqueda y reflexión que establece puentes con la  tradición poética del siglo XVII.