viernes, 25 de mayo de 2012

EL SILENCIO DE LA ESCRITURA, Emilio Lledó

















El silencio de la escritura (Espasa Libros, 3ª edic. 2011), de Emilio Lledó obtuvo en 1992 el Premio Nacional de Ensayo. Lledó, acaso el mayor pensador español vivo, pone aquí los puntos sobre las íes al posmodernismo radical que, fraguando teorías sin sentido, han alimentado la frustración y el desconcierto sociales y dado paso a la mediocridad como paradigma cultural.

En esta edición revisada y ampliada, Emilio Lledó elabora su discurso con rigor intelectual y con un cierto deje de sabia condescendencia al tener que volver sobre lo obvio, como sugiere la primera frase del prólogo, donde dice «es posible que se convierta en un asunto urgente el reflexionar sobre la memoria y la escritura». Lledó señala el peligro que entrañan las ideas de aquellos que proclaman el fin de la historia y la irresponsabilidad de aquellos que las asumen y las aplican en un espacio social «sobresaturado de informaciones y noticias, en buena parte manipuladas» que determinan un presente «cada día más electrónico y más efímero». El fin de la historia, que proclaman los «futurólogos de la nada», representa la negación del pasado colectivo e individual y con ello la creación de un marco de impunidad para la comisión de «cualquier vileza del presente», con la certeza de que nunca será recordada.
«Ser es, esencialmente, ser memoria», afirma el filósofo, e ignorar esto supone negar al ser la posibilidad de proyectarse hacia el futuro. El desarrollo del espíritu humano no se genera en el autismo de los individuos, sino en la memoria, la cual trasciende el tiempo y lucha contra su acción erosiva gracias a la tradición escrita. En este sentido, todo texto recoge el pasado y al mismo tiempo, a través de la lectura, lo abre al presente y lo proyecta al futuro. «...El lenguaje que poseemos y en el que injertamos lo poseído en los actos de lectura va creando un cauce donde se constituye y sustancia el fluir del pensamiento». Un discurrir que, por medio de la reflexión, configura el pensamiento abstracto que da forma «al fondo personal» y al mismo tiempo acoge y da sentido a todo lo que procede de fuera. Es así como el ser humano se comunica con lo exterior, con los otros, y acomoda sus latidos a los latidos del mundo. 
El habla, que es una forma «viva de recordar», está en el origen de la consciencia dialogante en la que confluyen el pasado común, la memoria colectiva, y el pasado individual que se universaliza. El acto del habla no sólo arranca la palabra del silencio sino que al hacerlo le da sentido y significación, convirtiendo al hablante en «ciudadano de dos mundos, el de la naturaleza y el de la cultura, y hace que el hombre se mueva «entre la realidad y la posibilidad». Es en este momento que nace el mito -narración, relato, mensaje, leyenda- como una necesidad «de hablar de lo visto sin tener que verlo», de la necesidad y de la posibilidad, de lo deseado, de la soledad, del poder, etc. Pero el mito es aún lenguaje que no responde y el hombre necesita respuestas y, a partir del discurso mítico genera la historia «como mirada a lo real y como testimonio de esa mirada (hístor)», que lleva implícita, «en la esperanza de una respuesta aún no escuchada, la creación de su propia temporalidad».
De modo que es la palabra primero pronunciada y luego escrita la que genera el tiempo de la historia o lo que es lo mismo el tiempo humano. «La memoria era la única posibilidad de permanencia, y la escritura, a pesar de todas las limitaciones, el más poderoso medio para evocarla.» Una evocación -la obra escrita- que espera ser leída para responder las preguntas del presente y a rehacerse como nueva respuesta futura. Esto explica que la escritura no se agote y que crezca y se multiplique a través de la lectura de sus futuros lectores. Porque para Emilio Lledó la lectura es una forma de «descubrir en el lenguaje ajeno, en la voz del otro que, con la escritura  alcanza al lector, la coherencia, sentido, significatividad que es capaz de engarzar con nuestro discurso, o sea, con nuestro tiempo».
Asimismo, el filósofo sevillano habla del creador, del autor y sobre la comprensión propia y de los otros de sus textos. Respecto de la primera afirma que el autor difícilmente podría interpretarse, pues «no hay nada antes de las frases que componen el texto», que lo ayudara a reconstruir «esos pasajes fugaces de su consciencia». Esto le lleva a decir que todo «texto está en el lector» y que no hay nada objetivo después de él, pues este  «después se quiebra en los infinitos prismas que reflejan las mentes de todos los lectores posibles». 
Esta línea de pensamiento viene a ser como una bomba de profundidad contra aquellos que mediante una escritura argumental limitan la capacidad de interpretación de los lectores con la intención de subyugarlos a las instancias del poder. La estúpida negación del pasado como la hibridación de la palabra constituyen, en síntesis, formas extremas de represión que contribuyen a la alienación de los individuos. De aquí que Emilio Lledó, al final del ensayo, apele a la responsabilidad del poeta citando el Fedro de Platón: «Pero mucho más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, plante y siembre palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las plantan, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se trasmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre».

viernes, 18 de mayo de 2012

AURA, Carlos Fuentes















Aura (Ediciones Era, México, 3ª edic. 1966), de Carlos Fuentes fue publicada en 1962, el mismo año que la magistral La muerte de Artemio Cruz. Esta nouvelle, género situado por extensión entre el cuento y la novela, causó asimismo un extraordinario impacto en un público lector que empezaba a descubrir un nuevo modo de narrar, que se alejaba del realismo costumbrista que hasta entonces había caracterizado gran parte de la producción literaria latinoamericana.

Con Aura, Carlos Fuentes se incorporó al grupo de escritores del subcontinente que habrían de situar la literatura hispanoamericana en el mapa de la modernidad. Mediante un modo de narrar tenso y sugerente, Carlos Fuentes sitúa al lector ante la naturaleza eterna del amor capaz de trascender la muerte. Y en este trascender se mueven los personajes entre la realidad y el sueño cuyas fronteras son tan sutiles que también el lector pasa de una a otra dimensión sintiendo en carne propia el misterio de su propia existencia.
Aunque sin en lirismo de otros autores hispanoamericanos -Rulfo, García Márquez- Carlos Fuentes organiza su relato a partir de una estructura poética, muy presente especialmente en la citada La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente, que carga su escritura de una extraordinaria fuerza semántica y, consecuentemente, de esa ambigua sugestión que connota la atmósfera de la nouvelle y confiere verosimilitud a los personajes y naturalidad a sus caracteres y conductas.
No es caprichoso, por tanto, que el título de la  nouvelle sea Aura, que el lector al principio interpreta como nombre del personaje central, que no es el protagonista, pero que a medida que avanza el relato le advierte un sentido que traspasa el significado de la primera acepción y que justifica y soporta esa otra dimensión de la realidad a la que accede el joven historiador Felipe Montero.
Tampoco es caprichoso el epígrafe con una cita de Jules Michelet según la cual la mujer que intriga y sueña «es la madre de la fantasía, de los dioses» y está dotada de cualidades para «volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación». Por esta naturaleza femenina, las dos mujeres que intervienen en el relato, Consuelo, la anciana viuda del general Llorente, y Aura, su joven y hermosa sobrina, pondrán al protagonista, Felipe Montero, en la  frontera misma de lo ilusorio, ese territorio donde la identidad puede ser una especulación cuyos reflejos cambian según la luz y que se proyectan como largas sombras a través del tiempo.
Fuentes, como otros escritores de su generación que protagonizaron el presunto boom, bebe de las corrientes  narrativas y poéticas anglosajonas, en particular de maestros como Faulkner, Woolf, Lawrence, Yeats, Eliot, sin olvidar a los malditos y simbolistas franceses - Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Nerval, Lautremont, Baudelaire-, y también de la propia tradición literaria hispanoamericana. En este sentido, resulta imposible leer Aura sin evocar al José Asunción Silva de Nocturno antes que al Edgar Allan Poe de Berenice o Annabel Lee. De este modo es como Carlos Fuentes se convierte en uno de los maestros del siglo XX que, mediante nuevos recursos técnicos y sensibilidad poética, proyecta la narrativa hispanoamericana al primer plano de la literatura internacional.
Relato completo de «Aura» en la voz de su autor

lunes, 14 de mayo de 2012

MANUAL PARA ENTENDER LAS DISTANCIAS, Amelia Díaz Benlliure

Amelia Díaz Benlliure















Manual para entender las distancias, de Amelia Díaz Benlliure (Acen, 2011), es una abarcadora propuesta poética que recurre al lenguaje amoroso como forma de acercamiento entre unos y otros, sean éstos seres individuales o colectivos circunstanciados por la ignorancia o  la insolaridad.

Partiendo de sendos poemas de Jorge Riechmann y Fidel Ginoris que sirven de epígrafe al libro y en los que se señala que pone de manifiesto «la enorme distancia que separa un cuerpo de otro» para la cual es necesario escuchar al otro para salvarla - «para entender las distancias»-, Amelia Díez Benlliure propone en este Manual para entender las distancias escalar a las cimas del espíritu para tener una visión generosa de la vida y de las unidades particulares que laten en ella. Observar ese océano de luz donde minúsculos seres plagian vidas / y simulan ser savia y flor y donde sólo el agua mantiene / la norma infinitesimal de la lluvia supone para la poeta alcanzar el don de la comprensión del otro y al mismo tiempo exponerse y entregarse a él -no mires ahora; / estoy desnuda / y me desangro-, en cualquiera de las formas que el amor determine.
Consciente de que en ese extremo lo inefable veda las palabras, ADB asume la más alta facultad del poeta para inventar aquellas palabras que le permitirán re-crear la realidad, imagen y semejanza de aquella otra que late en el origen de lo atisbado en la cumbre. De aquí que, en este papel, rechace con orgullo el rol histórico que le ha atribuido una cultura patriarcal -no soy la mujer que mantiene / tu casa limpia- y al mismo tiempo reivindique su condición de poeta-sacerdotisa - yo soy la mujer / que enciende cada uno de tus renglones o bien no te asuste escuchar / mi voz en la tormenta. / Sé que soy depositaria de tus quebrantos, / que te sostengo en pie / pese a mi derrota.
Esta poeta que se pregunta ¿qué amor es aquel / que sólo habla / de miradas, / de dedos, de piel? es la misma que descubre una niña que llora acurrucada en un rincón y que tal vez, / dentro de unas horas, / no sea más que un charco en mi pasillo, y también la que interroga al otro por qué el amor no encabeza su agenda y salva las distancias que extrañan el uno del otro y a ambos del mundo tornándolo estéril, violento, indiferente. 
Si bien la escritura de algunos poemas acusan una cierta premura dando entrada a figuras o imágenes retóricas que desamparan a bellos hallazgos metafóricos, el sentido conceptual de Manual para entender las distancias acaba imponiéndose por su fuerte poder significativo y la generosa vitalidad de la palabra poética de Amelia Díaz Benlliure.

domingo, 6 de mayo de 2012

POEMAS TARDÍOS, Novalis



Poemas tardíos (Ediciones Linteo, 2011, edic., trad. e intr. de Antonio Pau), de Novalis, reúne un conjunto de poemas que la densa sombra de sus Himnos a la noche y Cantos espirituales no habían dejado percibir en toda  su plenitud y belleza. Escritos en los tres últimos años de su vida, estos poemas abren un camino poético que aun siendo luminoso anuncian la proximidad de una luz más intensa.

Friedrich Leopold von Hardenberg, Novalis, es uno de los poetas alemanes que inauguran el romanticismo desde una sentimentalidad atravesada por una religiosidad cristiana casi pagana y una aspiración de trascendencia todavía no ahogada por el yo. Es más, estos poemas son un canto a la conciliación entre el yo y el no-yo, entre las dimensiones visibles e invisibles; son expresión del deseo de superar las dualidades que tensan la realidad del mundo recurriendo al poder armonizador del amor.
Organizados siguiendo las etapas finales de la vida del poeta - Poemas de Freiberg,, Poemas del regreso y Poemas de la novela Heinrich von Ofterdingen- estos «poemas tardíos» parten de la conmoción espiritual que le provoca la muerte de Sofía von Kühn, su novia adolescente, y evolucionan hacia la configuración de una idea del mundo y de su realidad en la que, sorprendentemente para un espíritu romántico, el yo se diluye en comunión con la naturaleza. Esta comunión resultará clave para  hallar el conocimiento y constatar que «los tiempos desdichados» que se viven son una etapa intermedia entre las edades doradas del pasado y del futuro. En dicha etapa el hombre en general y el poeta en particular sienten la extrañeza del mundo, pero éste perfila su extranjeridad con los mismos trazos que, más de un siglo más tarde, la definirán los existencialistas [pienso ahora en Camus]. No en vano sus maestros Fichte y Schiller lo habían introducido en la filosofía kantiana a través de la cual había entrevisto que en la disociación entre el sujeto y el objeto estaba el origen de la angustia.  Una angustia que intuyó podía salvarse mediante la fuerza generadora del amor inspirado por Dios y que se manifiesta a través de ese «signo misterioso», la palabra poética [Y en esa sola ola / entramos con misterio / en el mar de la vida, / en la hondura de Dios. / Y de su seno fluimos / de nuevo a nuestro círculo, / y la pasión más alta / se hunde en nuestro propio torbellino (...) Desde el húmedo fondo del abismo, / desde tumbas y ruinas, / ascender hacia el mundo de color de la fábula, / con las rosas del cielo brillando en las mejillas.
Para Novalis, como apunta Antonio Pau, el poeta es el encargado de «desenmascarar las discordias y dualidades del mundo» y quien puede restaurar la armonía, pues una sola palabra secreta / desterrará las discordancias de la tierra entera y hará que se fundan entre sí los elementos, los corazones y las ondas de la vida. Este posicionamiento poético de Novalis es uno de los elementos más notables de un romanticismo que exalta el orden de la vida y el gozo de vivirlo a pesar de los tiempos desdichados, que no teme ni se regodea en la muerte, de la que dice irónicamente que de ella ninguno hay que se queje, ni en la angustia, a la que tiene por mensaje del mal. Un romanticismo cuyo yo poético trasciende el yo autobiográfico en aras de una poesía significativa y universal. [...] Vuestros hilos, en mi rueca, / se convertirán en uno. / Ha terminado el rencor: / vuestras vidas serán una. // Cada cual vivirá en todos, / y todos vivirán en uno. / Porque un mismo corazón / latirá en sólo una vida. // Ahora sois tan sólo alma, / ensoñamiento y hechizo. / Id corriendo hacia las Parcas, / ya podéis burlaros de ellas.
Novalis es, junto a Rimbaud, un ejemplo de breve e intenso fulgor poético. Ambos murieron muy jóvenes. El francés, quien a los veinte años ya había escrito su obra, murió a los treinta y siete víctima de la gangrena que le produjo el dinero que llevaba en la cintura producto de la trata de esclavos, y el alemán a los veintinueve, a causa de la turberculosis prometiendo en su lecho de muerte: «cuando mejore, os vais a dar cuenta por primera vez de lo que es la poesía». Palabras que explican en cierto modo la madurez de estos poemas que Antonio Pau llama «tardíos» por corresponder a los años finales de la vida del poeta. Ellos, como bien dice Pau en la introducción de estas magníficas edición y traducción, son «los más valiosos y originales; los que revelan con toda nitidez la visión -personalísima dentro del movimiento romántico- que Novalis tenía del mundo».

martes, 1 de mayo de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS, Giuseppe T. di Lampedusa


Giuseppe Tomasi di Lampedusa















Conversaciones literarias (Bruguera, 1983, trad. José Ramón Monreal), de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, es una colección de breves ensayos didácticos sobre autores y circunstancias de la literatura francesa del siglo XVI. La lectura de estos ensayos revela no sólo el amor que su autor sentía por la literatura sino también el modo de transmitir ese amor a sus discípulos.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa adquirió celebridad con su novela El Gatopardo, publicada en 1958, un año después de su muerte. Para entonces había escrito algunos relatos, unas Lecciones sobre Stendhal y Conversaciones literarias, que también vieron la luz póstumamente. Estas últimas fueron elaboradas como pequeños ensayos «de modo ligero y fluido, a menudo jocoso, con el fin de animar a sus jóvenes alumnos a un más profundo conocimiento de la literatura francesa [del Quinientos] sin cuyo dominio, como él decía, no existe cultura», tal como afirma en el prólogo Alessandra di Lampedusa. Este exclusivo propósito prevaleció sobre el de darles una mayor difusión y, para evitarla, hasta se negó a sus manuscritos fuesen copiados. Afortunadamente sólo se cumplió a medias la voluntad de autor y de este modo podemos leer con gran placer unas lecciones con un estilo directo, sencillo, irónico y, sobre todo, reveladores de un gran sentido didáctico iluminado por una aguda sensibilidad crítica.
Desde el carnal Rabelais hasta el piadoso Montaigne, Di Lampedusa dibuja el paisaje de un siglo determinado por los cambios fraguados por las ideas humanísticas que sustentaron el Renacimiento y prepararon el camino de la modernidad en el marco de la violencia e intolerancia que incubaron las guerras de religión. En esa Francia, donde la razón laica iba ganándole terreno a la religión, las creaciones literarias acusan en sus temas y estilos la intensidad de la confrontación. El profesor siciliano describe con acierto este soberbio escenario para situar a sus autores y explicar a sus discípulos las características de su obra. Con erudición no exenta de humor aparecen ante el lector imágenes nítidas -en un recurso que más adelante atribuye a Montaigne- de la vida y de la obra de autores conocidos -o que deberían serlo- y otros menores. Así se suceden François Rabelais, visto a través de su exuberante Gargantúa y Pantagruel, Calvino, Marot, Scève, Ronsard, du Bellay, Marc de Papillon, Enrique IV y otros poetas y narradores menores. Junto a ellos las poetas Pernette Du guillet y Louise Labé y la narradora Margarita de Navarra, cuyas cualidades literarias le sirven para poner el acento en la enorme influencia intelectual que han ejercido las mujeres en la producción literaria francesa.
Pero, además de su irónico distanciamiento, el humor y la lucidez con que aborda una de las literaturas que él considera fundamentales de la cultura europea, le permiten a Giuseppe di Lampedusa hacer una crítica sin prejuicios con la que espiga las obras con la misma naturalidad con que un campesino separa el grano de la paja. Todos quedan bajo su lupa crítica, especialmente Rabelais, a quien considera «un escritor de crisis» que preludia el Renacimiento, y Ronsard, de quien llega a dudar de su inteligencia -«cosa no del todo improbable ya que no está reñido ser un gran poeta y al propio tiempo algo corto de luces»- ante su grave error de concepción de la Franciade, poema épico que el poeta creyó sería su obra cumbre. E
En vital proceso de cambios que dejaba atrás los conceptos literarios medievales, destaca Di Lampedusa el nacimiento de la Pléiade, de la que forman parte Ronsard y Du Bellay, «dotados de un gran talento» y otros «buenos poetas, de rango normal». Es Du Bellay el encargado de redactar el manifiesto de una escuela que se publicó en 1549 con el título de Défense et illustration de la Langue Française y que constituye «la obra más antigua de la crítica francesa». A la vez que defiende la vuelta a la Antigüedad greco-romana, este manifiesto rechaza con brusquedad los preceptos poéticos medievales que limitan nuevas fórmulas de versificación, como la rima, que aún aceptado su necesidad de acuerdo al estado de la lengua, exige que sean más rigurosas, y pone énfasis en la pobreza léxica y en la impostación retórica.
Finalmente, Giuseppe di Lampedusa exalta las virtudes literarias de Enrique IV, el artífice del Edicto de Nantes de 1598, que decretó la libertad de culto e institucionalizó la tolerancia abriendo así un largo período de paz y prosperidad para el reino, y de Montaigne, cuyos Ensayos revelan un pensamiento que «descree tanto de la fe como de la razón», y de quien dice que posee un estilo que «es una perpetua figuración que se renueva a cada línea; sus ideas nos la comunica sólo por medio de imágenes; y todas imágenes diferentes, fáciles y traslúcidas.»