sábado, 29 de octubre de 2011

EL SAQUEO DE LA IMAGINACIÓN, Irene Lozano
















La sensación de caos y derrumbe generalizado que vive hoy el ser humano no sólo es consecuencia de la crisis económica mundial, sino de una crisis mayor producto del trastocamiento de los valores esenciales que rigen la conducta humana individual y social. El saqueo de la imaginación (Debate, 2008), de Irene Lozano entra de lleno en la naturaleza de esta situación a través de un inteligente análisis del lenguaje y la manipulación que el poder hace de él.

El saqueo de la imaginación, que lleva por subtítulo «cómo estamos perdiendo el sentido de las palabras», es una seria advertencia al ciudadano sobre las causas y las consecuencias de la tergiversación del significado de las palabras a través de un discurso político insidioso potenciado por la mayoría de los medios de comunicación. Ese discurso que Jorge Majfud, en su «teoría política de los campos semánticos» califica de narración invisible, se articula mediante ideoléxicos, como él llama a las construcciones semánticas y valoraciones ideológicas que desplazan el significado original de las palabras.
Lozano entra en este campo minado por la ambigüedad y la unidimensionalidad ideológica implementada por el poder político llevando al extremo la aplicación de lo que Marcuse y otros miembros de la Escuela de Frankfurt llamaban «razón instrumental». Es aquí donde las palabras no dicen lo que deberíamos entender que dicen, sino lo que quieren que digan aquellos que las pronuncian. «Una propaganda que no se percibe como tal», escribe Lozano, que supedita la política a la economía y los intereses de la humanidad a los intereses materiales de la elite económico-financiera para imponer mediante un «marketing de la liberación» los patrones capitalistas del neoliberalismo.
Tras la caída del bloque comunista, el orden capitalista burgués, que se asienta en el poder de la riqueza, ha acelerado peligrosamente la descomposición de la sustancia ética que alienta la vida social e individual de la comunidad y es por el cauce de este proceso que discurre lo que Irene Lozano llama «el rumor de las palabras envenenadas» que corrompen y saquean la imaginación de las personas. De este modo, ese rumor crea una meta realidad en el imaginario social que no se corresponde con la realidad fáctica del mundo ni con la realidad histórica de las palabras. En la medida que somos lo que hablamos, el desplazamiento del significado de las palabras pone en entredicho la identidad del individuo. Y este individuo que ha perdido sus referencias, cuya identidad es puesta en tela de juicio permanentemente, acaba por ser una sombra humana que balbucea un lenguaje desgarrado por la violencia hegemónica de un poder que, retroalimentándose, parece haberse emancipado de la clase dominante que lo creó evocando la proyección futurista de Hall, el ordenador de 2001: Una odisea en el espacio, o la de las máquinas de Terminator. Pero, al margen de esta consideración apocalíptica, Irene Lozano descubre los mecanismos que corrompen el sentido de las palabras y pone de manifiesto el peligro que supone para la civilización humana  el saqueo de la imaginación.

sábado, 22 de octubre de 2011

UNA HABITACIÓN EN ROJO, J.R. Mansilla

Carlos Morales, Juan Ramón Mansilla y Antonio Tello

Una habitación en rojo, de Juan Ramón Mansilla (El toro de barro, 2011), representa un lúcido y arriesgado abismarse en la realidad poética de lo cotidiano; en esa realidad donde quedan filtradas las dudas y las preguntas, los dolores y las angustias del día y de los días. Desde la intimidad de esa habitación teñida por el  fauvismo de Matisse, Mansilla desnuda su alma y su poema.

Un poeta -no hay grandes ni pequeños, sino verdaderos o falsos- se distingue siempre por la autonomía de su voz y la de Mansilla en Una habitación en rojo -en magnífica edición de Carlos Morales para El toro de barro-, suena limpia e inconfundible haciendo que su tono confesional trascienda de las cuatro paredes al  espacio abierto por esas «ventanas que dan al levante», a través de las cuales podemos ver puentes doblados «como latas de cerveza», la explosión de una nube y sentir que una voz te dice que «toda la vida cabe en una vida» y que la muerte «es una patraña». 
Desde ese lugar, paradójicamente íntimo y abierto, J.R.M. funde su lenguaje descarnado con el lenguaje del poema y se sostiene en él, vive en él, con el esplendor y la fugacidad de la vida acotada por el abismo del silencio y el olvido. «Una mujer camina en la noche. / ¿Hacia un lugar? / Se detiene. / Sus pasos avanzan / aunque nadie escuche. / Salvo tú. Salvo yo.» Es así que la voz de quien pregunta, de quien habla al otro es señal y síntoma del vivir y reconocerse en el mundo, aunque la sensación de la conciencia diga que somos parte de un sueño y en el sueño una araña o una mosca, una vida diminuta a punto de devorar o ser devorada hasta que la luz nos salva o nos falsea con la ilusión del ser. En esa disyuntiva sólo el poema, es decir, la voz que nace de las entrañas del ser, aparece como tabla de salvación, de refugio y protección ante la soledad o la angustia que nos atenaza. Y allí, en ese lugar íntimo y abierto, la sensación de placer de un cigarrillo, del aroma de un café, el vuelo de los pájaros, el sonido de unos pasos tras los cuales ronda el amor o la muerte deviene conciencia del vivir cotidiano, doméstico, real. Todo eso que es la vida y que al final, cuando eres capaz de balbucear lo que has vivido, dices, te dices, «has visto / las grullas / que retornan / y pides un poema / para ir / y no volver».

domingo, 16 de octubre de 2011

NUEVE CUENTOS, J.D. Salinger



Los Nueve cuentos, (Alianza Editorial, 2009, trad. Elena Rius) constituyen una muestra significativa y quintaesenciada de la narrativa de J.D. Salinger y de las aproximaciones que hace sobre el desconcierto existencial del individuo en la sociedad moderna. Su [re] lectura sitúa al lector en la perspectiva de quien comparte ese desconcierto y atisba el horizonte desde una plataforma frágil e inestable.

Como muy bien lo señala Kenneth Slawenski en su excelente biografía, Salinger lleva una vida oculta no por voluntad de ocultamiento sino por dificultad para encontrar los códigos adecuados para comunicarse con los demás, en el sentido y en el modo en cómo él quiere comunicarse. En realidad no se trata de algo que atañe a su conducta individual, sino a una forma de ver y entender la vida que se hace más evidente en él desde su traumática experiencia durante la Segunda Guerra Mundial. De aquí que no deba pasar desapercibido para el lector el epígrafe de Un Koan Zen con el que se abre Nueve cuentos: «Conocemos el sonido de la palmada de dos manos, pero ¿cuál es el sonido de la palmada de una sola mano?». Esta es la pregunta que atraviesa el libro desde ese cuento magistral que es Un día perfecto para el pez plátano, centrado en la conversación telefónica de Muriel y su madre, y el encuentro entre Seymour Glass y una niña en la playa, hasta  El período azul de Daumier-Smith. Aunque parezca redundante señalarlo en relación a Salinger, es su maestría estilística la que permite penetrar en el carácter de los personajes y sentir el pálpito, la agitación que conmueve sus cuerpos y sacude sus almas. Superado el desconcierto adolescente de Holden Caulfield -protagonista de El guardián entre el centeno-, Salinger expresa a través de la familia Glass, en particular de Seymour Glass, las secuelas que han dejado en su espíritu las vivencias del horror y que lo llevan a un callejón sin salida. Sin embargo, no es este sentimiento de derrota lo que pretende transmitir, sino otro que justifique la existencia del ser humano más allá de los egoísmos personales, las bajezas, las traiciones y las contingencias del dolor y de la muerte. Significativo es en este sentido Para Esmé, con amor y sordidez, y, sobre todo, ese otro cuento maestro que es Teddy, cuyo protagonista, un niño superdotado que cree serlo porque tiene conciencia de su reencarnación, acepta la muerte como parte del mecanismo que rige el orden del universo. 


domingo, 9 de octubre de 2011

EL LECTOR, Pascal Quignard



Pascal Quignard indaga en El lector (cuatro.ediciones, 2008, trad. Julián Mateo Ballorca) sobre la condición y la naturaleza del lector y de la lectura. El escritor francés, uno de los más importantes y a la vez uno de los más desconocidos para el gran público, de la literatura europea actual, dinamita con su estilo fragmentario la tiranía del argumento comprometiendo al lector en la construcción de un texto tan denso como atractivo.

El lector, si bien puede leerse como una unidad autónoma, es un libro que multiplica su sentido y su alcance en su relación con la totalidad de lo escrito por Quignard y, en particular con su Retórica especulativa (El cuenco de plata, 2006), porque siguiendo el consejo de Joseph Jouvert, no escribe un libro sino una obra. En este sentido, son de gran ayuda el prólogo y las notas de Julián Mateo Ballorca, su excelente traductor.
El libro, ese «mundo en falta», como dice su misterioso narrador,es acaso el mismo lector que narra la historia de un lector que desaparece, que se esfuma, para captarse «sentado fuera del tiempo». Es así como empieza una secuencia fragmentada de incidencias, reflexiones y especulaciones que implican al lector y a su yo en la tarea de narrar a través de una voz que es reminiscencia de ese yo anterior ligado a la «pura audición», como apunta M. Jalón, su editor, que «está en la base de la lectura silenciosa». 
El lector que se entrega con pasión a la lectura es un yo que desaparece «devorado por los libros» zozobrando «en la totalidad de una lengua» para convertirse en el hacedor, el héroe, el protagonista de un mundo desconocido. Una experiencia excitante, pero también peligrosa y también decepcionante cuando se enfrenta a los «artificios de un mundo que no es el mundo». Una decepción, añade el narrador, «ante juegos de una lengua en los cuales la lengua no se consume por entero» y que se agrava con la muerte solitaria. La muerte, el silencio, donde el yo se descubre impotente para significar, porque el «silencio nada significa. Nada en silencio responde por el silencio». Pero si el silencio de la lectura «zumba en sus oídos, late en sus sienes, acelera el movimiento de su corazón es que hace sonar el eco con el grito del abandono. Si el lector está mudo, es por ese grito apagado, que fomenta la angustia, que reaviva el dolor de Dios».
Finalmente el lector aparece como un fantasma, como una huella de vapor. Una creación del escritor, quien es a su vez todas las lecturas, que fracasa en su intento de alcanzar ese mundo al que lleva la lectura y que se aleja «en el momento de leerlo». La lectura es ese estado, viene a decir Pascal Quignard, «donde la biografía del lector perece, pasa a la neutralidad y a la muchedumbre de "otro" que no es del mundo. Donde la ficción del mundo se desdobla en la ficción de su vida» y la existencia se concentra en «un pequeño volumen rectangular de papeles cosidos, cerrados, y se mide por la tristeza que asalta al lector una vez que el libro ha sido leído».