sábado, 26 de julio de 2008

CUENTOS COMPLETOS, Franz Kafka


Aunque dispongo de otras ediciones de los cuentos de Kafka, tengo predilección por esta de Valdemar (2003), traducida a partir de los textos originales por José Rafael Hernández Arias, quién, además, se encarga del prólogo. Leer a Kafka es, aunque parezca un tópico decirlo, una experiencia arrebatadora, pero mucho más lo es cada relectura. Recorrer nuevamente el camino nos permite intuir, acaso entrever, los recovecos y anfractuosidades visitadas por el alma humana. «No deja de causar perplejidad el abismo existente entre el saber acumulado, una auténtica Torre de Babel de conocimientos, y las pocas certezas que este saber proporciona», apunta Hernández Arias, para darnos cuenta de la sensación de hondura y misterio que nos deja la escritura de Kafka. No sin malicia se ha acuñado el término kafkiano para aludir lo intrincado e incomprensible de algo. Sin embargo, la complejidad de la obra de Kafka está en las limitaciones del lector para comprender la amplitud y profundidad de una experiencia artística que se verificó en el momento en que el hombre, desquiciado por la modernidad, se quedaba solo en el mundo, sin que nada ni nadie le ayudara a hacer más soportable esa angustia existencial de la que acababa de tomar conciencia. Quizás el arquetipo de este individuo sea Gregorio Samsa, descendiente de ese otro bicho maravilloso que fue don Quijote. De aquí que cada nueva lectura de cualquier cuento o novela de Kafka, de sus diarios o cartas, sea como un espejo que nos devuelve una imagen que aún desconocemos.

viernes, 11 de julio de 2008

DESCORTESÍA DEL SUICIDA, Carlos Vitale


Carlos Vitale es poeta. En él esta condición es radical y, consecuentemente, sólo escribe un libro e incluso diría decir que sólo escribe un poema. Este libro podría tener un solo título, pero, por mera cortesía al lector, le ha puesto dos -Unidad de lugar y Descortesía del suicida-, cuyas últimas publicaciones pertenecen a Candaya. Al primero lo presenta en las colecciones de poesía y al segundo en las de prosa, aunque uno y otro están atravesados por la luz del poema y cada nueva edición actualiza su empeño por desentrañar lo que de absurdo tiene la existencia humana. Es así que la radicalidad de este poeta no es fruto de una pose social, sino una actitud existencial que lo compromete con la poesía, entendida ésta como vehículo de conocimiento a través de un lenguaje, cuya extrema economía no admite impostaciones.
Nada ha cambiado / Sólo el sitio / donde mi cuerpo cae, escribe en Unidad de lugar constatando una inquietud a la que no es ajena la sospecha que anota en Descortesía del suicida, Por algo será que el espejo me devuelve la imagen. Por esto coincido con Luisa Cotoner, autora del prólogo de Unidad de lugar, cuando alude a la «pura esencialidad» de Vitale. «Esencialidad [ver vídeo Códigos, en la columna de la derecha] que produce sensación de vértigo, de caída en círculos concéntricos, en los que un yo, desasido, se interroga acerca de lo que no sabe, de lo que no posee, de lo que no es y de donde no está...», afirma Cotoner. Una esencialidad que es «otro intento de vencer al tiempo», como reza la dedicatoria que me hizo en un ejemplar que puedo tocar y leer, pero que no sé si de verdad tengo, a causa, como en una de las absurdas situaciones que describe en Descortesía..., de una incomprensión o de un error que deja este eco, Te alejas sin saber que existo. Me quedo sin saber si existo.

miércoles, 9 de julio de 2008

PODERES TERRENALES, Anthony Burgess

En 1982, Anthony Burgess visitó Barcelona acompañado de su segunda esposa, Liana, una italiana jocunda que bien le iba al carácter de aquél. La razón de su visita era la presentación de Poderes terrenales (Argos Vergara, 1982). Leo que esta magnífica novela ha sido reeditada por El Aleph con la excelente traducción de José Manuel Álvarez Flores, aunque no sé si revisada, pues en la primera compartía la autoría con Ángela Pérez. Trata Burgess la historia de un exquisito escritor homosexual -Kenneth Toomey, placenteramente refugiado en Malta, donde recibe la visita de un alto prelado local, para que le de su testimonio sobre el difunto papa Gregorio XVII, de quien era concuñado y amigo, y cuyo proceso de canonización se ha iniciado. Este arranque sirve para que Toomey, en quien algunos críticos vieron un retrato de Saumerset Mogan, aunque para mí se aproxima más a Gore Vidal, haga un inteligente repaso de su vida y de un mundo, en el que reconoce la naturaleza humana del mal.
El mal y la violencia han centrado la obra de este creador excesivo, desbordado por su incontinencia verbal hasta el punto de inventar un idioma, el nadsat, que hablan sus violentos personajes de La naranja mecánica, que Stanley Kubrick llevó al cine, y otro preoral, para la película En busca del fuego, de Jean-Jacques Annaud. Los Poderes terrenales es un tipo de novela que arrastra al lector a una especie de vorágine que le enseña las entrañas espirituales del ser humano dejándolo finalmente exhausto y obligado a la reflexión sobre su propia existencia.



Imagen: Con Anthony y Liana Burgess, en 1982, en el desaparecido restaurante «La estancia vieja» de Barcelona, después de dar cuenta de un suculento asado argentino y de varias botellas de Rioja. Foto de Carmen Sentíes.

domingo, 6 de julio de 2008

REMEDIO PARA MELANCÓLICOS, Ray Bradbury

Hace algunos meses, revisando mis primeros cuentos para una edición completa de los mismos, encontré en uno de ellos una alusión a Ray Bradbury. En el cuento -El gran peón- aparece un viejo sentado en una estación que se pasa el tiempo fumando su pipa y mirando pasar los trenes esperando a un desconocido: «¿El mismo viejo de un cuento de Bradbury? Viejo inspirador de ficciones. Viejo ficción», reza mi homenaje al maestro. Entonces me asaltó la curiosidad ¿por qué había hecho tan explícita esta inspiración? Esta simple pregunta me llenó de inquietud. No podía volver al mismo libro, pues era de mi desaparecida biblioteca argentina, y tampoco sabía en qué libro estaba ese cuento.
Releí con ansiedad Crónicas marcianas y El hombre ilustrado, pero no estaba en ellos. Me obsesionaba saber el origen de la chispa que, estaba seguro, había motivado el cuento. Al fin releí Remedio para melancólicos (Minotauro, 1992,2003) y me reencontré con varios cuentos bellísimos, como, aparte del que da título al libro, En una estación de buen tiempo, El dragón, El maravilloso traje de helado de crema...y al cabo con El pueblo donde no baja nadie. Aquí estaba el viejo.
Sin embargo, yo sabía, que no era este «viejo ficción» aunque así lo hubiera escrito, la verdadera razón de mi cuento. Tampoco eran el río ni el tren. Si acaso la oscura presencia de la muerte como una amenaza. Unos días después lo supe: «Yo quería regresar, pero el viejo siguió hablando y caminamos juntos en la oscuridad cada vez más inmensa, las olas de campo y de pradera, más allá del pueblo», dice el extraño que ha descendido en Rampart Junction. Sentí que este «más allá del pueblo» me había percutido entonces como una premonición en medio de «olas de campo y de pradera», a los cuales imaginé como una sabana amarilla barrida por una brisa igualmente amarilla.
Ahora, después de esta experiencia comprendo la emoción y la frustación del protagonista de Una estación de buen tiempo, cuando intenta contar a su mujer que, en la playa, ha visto a Picasso dibujar en la arena: «-Escucha. /Alice escuchó. /-No oigo nada, dijo./-¿No oyes nada? / -No ¿Qué es? /-Sólo la marea- dijo George Smith al cabo de un rato, sentado a la mesa, con los ojos tadavía cerrados-.Sólo la marea que sube.»

martes, 1 de julio de 2008

SIN PENA EN LA PALABRA, Osvaldo Guevara


Osvaldo Guevara es uno de los mayores poetas hispanoamericanos, aunque su visceral timidez lo haya llevado a vivir a Villa Dolores, una pequeña ciudad cordobesa de Argentina. Su extraordinario dominio de la palabra y del arte de la versificación ha dado lugar a poemas de conmovedora belleza. En Sin pena en la palabra (Código Gráfico, 2007) vuelve a sus temas recurrentes, la ciudad, el amor, pero sin abandonar esa atenta vigilancia de todo cuanto sucede a su alrededor. A su inaugural Oda al sapo y cuatro sonetos, 1960 (Mi corazón cruza mi ser gritando./ Zumbo un fervor de sapo. Soy horrible. Soy único.), le siguen ese combativo y sublime La sangre en armas, 1962, la barroca Garganta en verde claro, 1964, y en 1967, acaso su libro más brillante, Los zapatos de asfalto, donde su poesía alcanza un registro que lo iguala a los grandes poetas hispanoamericanos, donde «esa zozobra, esa pasión, ese empecinamiento», como él afirma, de «transmitir su ser en el mundo» alcanzan el corazón de quien lo lee. Y así, adentrándose en el lenguaje, sujeto a sus sentimientos y a otros compromisos, el poeta alza el vuelo (Adónde ir con estas alas / que no se entienden con el viento) y ahora deja, a modo de otoñal soliloquio Sin pena en la palabra, acaso para renegar de tanto sufrimiento, propio y ajeno, que ha acusado su pecho. Ella y yo / ciertos días: / dos enfermos con sed / sobre la sal del mar/ en el fondo de un bote a la deriva, dice uno de sus poemas con el lamento, esperanzado aún, del náufrago que, después de todo, no está, no se siente, solo.